En 1916 se publicó el testimonio de un nonagenario vecino, sobre nuestra ciudad en tiempos de Rosas
A diferencia de otras ciudades, los vecinos de San Miguel de Tucumán han dejado muy escasos testimonios sobre sus edificios, costumbres y vida cotidiana durante la primera mitad del siglo XIX. Esto otorga especial valor a los que proporcionó don Florencio Sal al doctor José Ignacio Aráoz. Fueron editados con motivo del Centenario de 1916, por el Gobierno de la Provincia. El folleto se titulaba “Lo que era la ciudad de Tucumán ochenta años atrás. Referencias de don Florencio Sal, recogidas por el doctor don José Ignacio Aráoz y escritas en 1913”. Constaba de apenas 14 páginas, en extremo interesantes y reveladoras.
Don Florencio Sal era una de las personalidades venerables de Tucumán. Había nacido en 1829 y murió en 1922, de modo que llegó lúcidamente a los noventa y tres abriles: una magnífica estampa de hombre alto, bien plantado, en cuyo rostro lleno de distinción resaltaban la barba blanquísima y los ojos vivaces. Llevaba el mismo nombre de su padre, que fue notario del Cabildo desde fines de la colonia hasta la época de las guerras civiles.
Don Florencio
Don Florencio trabajó fuerte en la agricultura y en el comercio. Como joven liberal, en tiempos de Rosas debió exiliarse: estuvo en Chile, en el Perú y en el Brasil. Regresó a Tucumán en 1857. Fue diputado y senador a la Legislatura, por Burruyacu, y desde 1890, hasta jubilarse octogenario, se desempeñó como Tesorero General de la Provincia.
Con el ex gobernador Tiburcio Padilla y don Hermenegildo Rodríguez formaba el trío de sobrevivientes notables del “viejo Tucumán” en el Centenario. El gobernador Ernesto Padilla los homenajeó entonces, invitándolos a plantar tres árboles en los jardines de la Casa de Gobierno, en un emotivo acto público.
El doctor José Ignacio Aráoz (1873-1941), gran amigo de don Florencio, quiso preservar los recuerdos que conservaba su privilegiada memoria. Así, en largas charlas, fue extrayendo de sus labios una vívida crónica de cómo era la ciudad y cómo se vivía en ella, alrededor de “la última década de la tiranía”.
Casas, barrios
Gracias a don Florencio, tenemos una reconstrucción vívida de esa aldea donde “no había calles con empedrados, ni con veredas”, y donde “casi todas las casas principales eran de adobe”. Afirmaba que, para darse cuenta de cómo era una vivienda de entonces, bastaba suprimir el parapeto de la contigua a la del doctor Alberto de Soldati, en 24 de Setiembre al 400, frente a la plaza independencia, “que salvo aquella novedad y las mejoras de puertas y pisos, es contrucción de esos tiempos”. Decía al doctor Aráoz que era “la única casa de las que hoy rodean la plaza que él no ha visto edificar”.
En Chacabuco y Crisóstomo Álvarez comenzaba “el barrio del Tarco o del peligro”; en la esquina San Lorenzo y Entre Ríos, se iniciaba el barrio “del Bracho”; a partir de Balcarce y Santiago, ya se estaba en pleno barrio de “Las Cañas”, que era “el más nombrado y temido de todos por la mala índole de sus pobladores”. Y “más o menos por donde es el cruce de Corrientes y Muñecas, se extendían las manzanas conocidas con el nombre de Campos de la Aduana”.
La plaza inculta
Por la actual avenida Mitre corría la “Acequia de la Patria”. Al este de la ciudad, “había otra acequia que alimentaba un gran calicanto de propiedad de un señor Torres, popular por su espíritu travieso”. Apuntemos que la casa de Torres es la que pervive en el parque 9 de julio: fue sede sucesiva del Tucumán Polo Club, de la Sociedad Rural y hoy cobija una escuela municipal de jardinería.
Don Florencio recordaba la época en que nuestra plaza principal era un “inculto monte de ‘ischibiles’, cruzado por diagonales donde pastaban animales y merodeaban vizcachas que tenían su pueblo en la próxima manzana de San Francisco”. Frente a la Catedral, existía una laguna donde los muchachos se bañaban en las noches calurosas.
Nadie se arriesgaba, desde que caía la tarde, por la calle Muñecas pasando la esquina Mendoza. Era el sitio de “El Condenado”. Se creía que allí “espantaba no recordamos qué difunto molesto”. Al costado derecho del Cabildo (que se alzaba en el solar donde está hoy la Casa de Gobierno), había un baldío “donde se fusilaban los condenados políticos y por delitos comunes”.
Viviendas famosas
Dos casas de altos eran “monumentales por esos tiempos”: la de don José Manuel Silva (hoy Museo Histórico Avellaneda), “primera que tuvo aljibe” y conocida como “el palacio”, y la de don Manuel Paz, demolida para erigir la del ingeniero Luis F. Nougués, donde hoy funciona Turismo. Lindera con la Catedral, estaba la casa de Juan Mendilaharzu, que luego adquirió el doctor Soldati. Era de altos y don Leocadio Paz ejecutó la proeza de subir a caballo por su escalera, alarde que “hizo bulla y aumentó su prestigio social”.
Cuando se estaba erigiendo la Catedral, autoridades, hombres y mujeres, “transportaban piedras para la construcción del templo. Su inauguración fue famosa por su significado y esplendor, y por el gran discurso que en ella dijo el ya admirado y venerado Obispo Esquiú”.
Don Florencio indicaba también nombres del vecindario. El gobernador Alejandro Heredia vivía “en la calle de don Agapito Zavalía” (o sea en San Martín actual, frente a plaza Independencia). Recordaba que Heredia tenía una escolta “de diez caballeros de lo más distinguido de Tucumán, que se los conocía con el nombre de ‘los invisibles’, por el color verde invisible de la chaquetilla de sus uniformes”.
Teatro y pelota
La tienda del padre del presidente Nicolás Avellaneda estaba “en la farmacia de Rovelli” (es decir la actual “Massini”). En la casa de Congreso 36, decía, “vivió el general Bernabé Aráoz y en ella nació también el general Eustoquio Díaz Vélez”. Afirmaba que en la calle Las Heras (San Martín actual) poco después del esquina Muñecas, “donde es hoy la casa del señor Francisco Javier Álvarez, nació el general Julio Argentino Roca”.
Evocaba don Florencio que al poniente del Cabildo, el gobernador Heredia “hizo construir un teatrito de tablas, donde se exhibían acróbatas, prestidigitadores, animales adiestrados, etcétera”. Sobre la actual San Martín al 100, “había una cancha de pelota muy concurrida los días de fiesta, y se corrían carreras en el campo de este nombre, donde hoy es la quinta de don Luis F. Aráoz” (se refería al entorno del alto edificio de calle Bolívar 1150, demolido hace pocos años).
Escuelas y ropas
En materia de escuelas, sólo funcionaba una de varones en el convento de San Francisco, y otra de mujeres, de la señora Del Corro. Después, en 1853, “se fundó la de don Ramón Aignasse, y para señoritas la de doña Benjamina Saravia”. Fuera del “reñidero de gallos y al mismo tiempo cafetín que tenía un tal Riera en la intersección de las actuales Congreso y Crisóstomo Álvarez”, no había centros de diversión. Agregaba que más tarde se estableció “un café algo mejor en la plaza, donde es hoy la casa del señor Coll (24 de Setiembre al 400) y pertenecía a un señor Vogade”.
En esa época, “tenían los tucumanos fama de vestir bien. Había tres sastres de primera, acreditados por la elegancia de las confecciones. Zapateros no había sino uno para la gente ‘chic´”. Fuera de las personas “que constituían la burguesía, rara era la gente que usaba calzado. Los hombres del pueblo vestían chiripá, camisa de lienzo y poncho. Las familia solían hacer cabalgatas a las fábricas de azúcar más vecinas, y era común ver a nuestras señoras por la calle llevando a sus esposos en la grupa de sus caballos”.
Baile y maquillaje
Pocas casas de familia tenían piano. Se alumbraba a vela y con una que otra lámpara de aceite. “Se bailaban el vals, el minué, la contradanza, y terminaban las tertulias con los bailecitos populares, llamados el escondido, el remedio, la mariquita, el tunante, la chacarera, el gato, el ecuador y otros”. A los invitados “se los obsequiaba con hierbas; mistelas de varias clases, anís, aloja de algarrobo y naranjada con aguardiente, llamadas estas últimas ‘quemaditos’. Y a las señoritas se les servían rosquetes, tortitas de leche y buñuelos”.
El maquillaje de las damas consistía en colorearse con “un papel pintado que preparaba doña Bernabela Baturi, y a la que se agregaba albayalde y vinagrillo”. Los perfumes “conocidos y de tono, eran el pachulí, el agua de ámbar y el agua florida”. Las niñas “no usaban sombrero y llevaban mantas o mantillas, grandes peinetas de carey y el peinado de largas trenzas”.
Por las noches
El traje de los hombres era la levita y “altos sombreros de pelo; sombreros que, ultrapasados de uso y de moda, servían, rellenados de papeles, para los hijos pequeños”. En cuanto a los jóvenes deseosos de aventuras amorosas, “provistos de mistelas y rosquetes y de velas para el alumbrado, y en compañía del músico arpista”, partían a encontrarse con “las cholitas” en la denominada Quinta Vieja, en la actual plaza Irigoyen.
Son sólo algunos ejemplos del rico y vívido testimonio de don Florencio Sal. Al recogerlo, reflexionaba el doctor Aráoz que los tucumanos de hoy eran el resultante de aquellas raíces del pasado. Tal es, decía, “la realidad misteriosa y poética de la vida”: explica “la solidaridad entre las generaciones, y el amor y la emoción con que investigamos y oímos todo lo que atañe a nuestros antepasados”. Aunque sean solamente “detalles de su humilde estado, origen y vida; de sus sentimientos, costumbres sociales, preocupaciones y trabajos”.