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SEGUNDA MITAD DEL XIX. Paganelli obtuvo, en 1872, esta toma de la calle Congreso, enfocada desde la esquina Crisóstomo Álvarez hacia la plaza Independencia

En libros y artículos del siglo XIX, los visitantes asentaron juicios sobre la personalidad y el carácter de la gente de esta provincia, mirada desde ángulos diversos.


A lo largo del siglo XIX, forasteros -algunos argentinos y otros extranjeros- asentaron por escrito sus impresiones sobre la personalidad de los tucumanos. Conviene seleccionar unos cuantos de esos juicios. Varios no son muy conocidos y pueden contener bastante más miga que la que les suponemos a simple vista.

Gran indolencia

“Un bello espíritu varonil y una elevada noción del honor” nos atribuía el capitán inglés Joseph Andrews, visitante de 1825. “Son muy bondadosos y hospitalarios para con los forasteros”, agregaba; y “aunque dotados de un robusto talento natural, no parecen tener conciencia de él”. No había oído “a ningún tucumano jactarse”, salvo “de las bellezas de su suelo”.

Al año siguiente, otro británico, Sir Edmond Temple, calificaba a los tucumanos de “indolentes”, que “reciben los frutos del suelo de una manera tan negligente y desaliñada, que no les produce ni la mitad de las utilidades”.

Ahora, “si un tucumano posee un lazo, un caballo, un cuchillo y una guitarra”, se considera “entre los más independientes hijos de la tierra, y superior a los caprichos de la fortuna”. Y, “en cuanto a su existencia, no le cuesta penas ni molestias soportarla; un pedazo de buey u oveja puede hallarse en cualquier parte”. Le parecía que “la pereza y la indolencia” eran características de la población. La “chicha” era para ellos tan importante como el whisky para los irlandeses, opinaba Temple.

Mirada de Alberdi

Ocho años más tarde, el tucumano Juan Bautista Alberdi, joven de 24 años entonces y estudiante en Buenos Aires, volvió a la ciudad natal. Redactaría luego sus impresiones, organizadas por clases sociales.

“El plebeyo tucumano tiene por lo general fisonomía atrevida y declarada, ojos relumbrantes, rostro seco y amarillo, pelo negro crespo a veces, osamenta fuerte sin gordura, músculos vigorosos pero de apariencia cenceña, cuerpo flaco, en fin, y huesos muy sólidos”, escribía. Bajo este aspecto, “abriga frecuentemente un alma impetuosa y elevada, un espíritu inquieto y apasionado, propenso siempre a las grandes virtudes o grandes crímenes: rara vez vulgar, o es hombre sublime o peligroso”.

Excelente o funesto

En cuanto al tucumano “de la primera clase”, lo retrataba como alguien que tiene “por lo común fisonomía triste, rostro pálido, ojos hundidos y llenos de fuego, pelo negro, tallas cenceña, cuerpo flaco y descarnado, movimientos lentos y circunspectos”.

Es “fuerte bajo un aspecto débil; meditabundo y reflexivo, a veces quimérico y visionario, lenguaje vehemente y lleno de imaginación, como el del hombre apasionado, y lleno de expresiones nuevas y originales; desconfiado más de sí que de los otros, constante amigo pero implacable enemigo, suspicaz de tímido, celoso de desconfiado, imaginación abultadora y tenaz, excelente hombre cuando no está descarriado, funesto cuando está perdido”.

Libre y al galope

Sir Woodbine Parish, en 1852, afirmaba que “los tucumanos tienen buenas disposiciones, son activos y fuertes para el trabajo. Orgullosos de su hermoso país, están siempre prontos a tomar las armas en defensa de la patria”.

Hablaba de los gauchos de la provincia. “Con el auxilio de su mujer que le teje y trabaja todas las piezas de su ropa, tiene a su alrededor todo lo que puede necesitar”. Es alguien que “no conoce y por consiguiente no precisa, ninguna de aquellas comodidades que, en climas más templados, donde la civilización es más adelantada, se tornan en necesidades”.

Y así, “libre como el ambiente que respira, galopa por llanadas sin confín y sin traba alguna que le impida satisfacer sus inclinaciones. Nada le tienta a abandonar semejante modo de vivir”.

Bellas mujeres

El porteño Vicente G. Quesada visitó la ciudad ese mismo año 1852. No ahorraba alabanzas al modo de ser de los habitantes. “La sociedad tucumana es muy amena, muy agradable y en su gusto por los trajes y en la desenvoltura intelectual de la conversación, se revela instrucción adelantada”, escribiría.

Fue invitado a fiestas y bailes. Las damas, dice, “tenían fama de aporteñadas, porque se asimilaban los usos y las modas de Buenos Aires. ¡Qué lindas eran aquellas mujeres, vestidas de túnicas y blancos trajes, con las flores naturales que perfumaban el cabello y la atmósfera! ¡Qué alegres! ¡Cuán chispeante era su conversación!”, suspiraba Quesada en los escritos que compiló luego en “Memorias de un viejo”.

“Ojos bellísimos”

Las mujeres eran también objeto principal de las impresiones de otro porteño, el doctor Domingo Navarro Viola, en 1854. “Son de ojos bellísimos, de talle esbelto, de color blanco y fresco, de pie pequeño en general. Sus cabellos largos y negros completan, con su gusto en el vestir, la gracia que la naturaleza les donó y que ellas no han querido despreciar”. A todas les gustaba la música: ejecutaban el piano, o el arpa, o cantaban. Como Quesada, las notó pendientes de las modas porteñas.

En cuanto a las mujeres del pueblo, advertía que “imitan la elegancia de la primera clase y son muy bellas a través de su tipo indígena”.

Habla un médico

El sabio italiano Paolo Mantegazza miró a los tucumanos como médico, en sus recorridas -que culminaron con su casamiento en Salta- de 1861 y 1863. “El clima de Tucumán es húmedo y caluroso. La neumonía adinámica y las fiebres intermitentes son las enfermedades más comunes. La tenia es endémica. No faltan las disenterías, las afecciones al hígado y los trastornos variados del estómago y del intestino, comunes a los países tropicales”.

Mantegazza observaba que “casi todos los jóvenes son pálidos y extenuados; las mujeres, más sobrias y por eso más sanas, son célebres en toda la Confederación Argentina por su belleza: tienen la palidez de la andaluza, los ojos grandes, muy negros y sombreados pór larguísimas pestañas; la dicción española en sus bocas adquiere un acento rastreador y voluptuoso que tiene mucha gracia”.

Tocaba de paso el tema sexual. Apuntaba que “las costumbres son muelles, y la sífilis se complace especialmente en arrebatar a sus víctimas los huesos de la nariz”

Juicios de Groussac

En 1873, el francés Paul Groussac, quien por entonces residía entre nosotros, describió también al provinciano. “El tucumano es precoz como todos los meridionales, pero adolece de los mismos defectos de todos los habitantes de las regiones tropicales”. Estos eran “la propensión de juzgar el árbol por su corteza y enamorarse de lo nuevo y brillante sin más examen que la primera mirada; y la falta de fuerza de voluntad para proseguir tenaz y eficazmente el camino hasta su término”.

Es un ser “inteligente y vivo, en general, cuando es joven, pero al hacerse hombre no acrecienta por su trabajo del modesto caudal de genio que Dios le dio”. Percibía que el “estado flotante” de la comunidad “es la guerra de alfilerazos”. Pero, “los campos se mezclan continuamente en incesante flujo y reflujo. Pedro es amigo de Juan hasta la primera ofensa, y quedará después su enemigo hasta la primera cortesía”.

“Como el fósforo”

Y para cerrar este rápido muestreo de juicios, viene bien el avinagrado comentario de don José Posse, en 1888. En una carta, su amigo Domingo Faustino Sarmiento le preguntaba si Alurralde y Beláustegui habían cumplido la promesa que le hicieron, durante su estadía en Tucumán, de edificar escuelas en sus ingenios azucareros. Posse le respondía, el 11 de marzo: “Alurralde y el español de Ranchillos no han hecho nada para fundar las escuelas que te prometieron y que me recuerdas. Toda la gente de tierra adentro, cuando se trata de cosas serias, prometen mucho y no cumplen nada; alumbran como el fósforo cuando uno lo raspa y se apagan enseguida”.