
Un catamarqueño muy entusiasta de Tucumán
El presbítero Joaquín Tula, catamarqueño de nacimiento pero residente en Tucumán casi toda su vida, fue un fervoroso entusiasta de nuestra provincia. Así lo muestran estos párrafos de 1914. Escribió que “los lugares inmortalizados por sucesos memorables, reúnen cierto encanto o cierta magia incomprensible”. Y afirmó que “la ciudad de Tucumán y los campos que la rodean, ofrecen el mismo misterio”.
“Colocada sobre el río Salí, que la envuelve con sus brumas espléndidas, no tiene rival en hermosura cuando, en un día de primavera, se la contempla a la salida y a la puesta del sol. Por el lado del oriente, la campiña semeja un mar de esmeraldas; pero de un mar que tiene prominencias doradas, como los minaretes moriscos; y desde aquel fondo griego nace, cada mañana, el sol con doble grandor al de otros cielos. Su primera luz es purpurina y suave; luego tórnase ligeramente rosada, hasta que, lentamente, se convierte en esa maravilla indescriptible, cuyos reflejos caen a raudales, pródigamente, sobre la ciudad coqueta”.
Después, “por el poniente, el terreno sube blandamente y sin fatiga hasta enlazarse con los últimos ramales de la cordillera andina. Desde ese punto, comienzan a elevarse, en su primitiva y selvática majestad, los picos soberbios del Aconquija, cubiertos siempre de nieve. Allí, en la inconmensurable altura, tienen su nido el sol y el cóndor. Ambos duermen a un mismo tiempo, después de haber recorrido juntos los espacios infinitos. La ciudad toma, en esa hora, el tinte de los crepúsculos; los últimos destellos de la tarde son destellos lilas, según el color de las flores que adornan el vergel; hay cierta misteriosa quietud en la atmósfera que la embalsama, como sí las brisas leves suspendieran su movimiento para dar más sonoridad, con su silencio, a los mil rumores armoniosos que empiezan a brotar de los bosques cercanos”.