Pintar “Los constituyentes del 53” exigió más de una década a Antonio Alice.
Parece obvio decir que la pintura figurativa que reconstruye escenas del pasado integra la enorme masa de especialidades que ya nadie practica. Sus expresiones reposan en esos museos que sólo visitan los turistas, o permanecen colgadas e ignoradas en la pared de alguna oficina pública. Pero como han sido reproducidas tantas veces en libros, revistas o láminas, se han grabado en nuestro inconsciente desde la niñez. Y por eso, cada vez que alguien toca el tema, por ejemplo, de la Campaña del Desierto, nos viene a la memoria aquel óleo de Blanes que muestra, alineados y a caballo, a Julio Argentino Roca con su Estado Mayor. O si se menciona la batalla de Maipú, nos pasa lo mismo con el óleo de Subercaseaux, donde José de San Martín abraza a un Bernardo O’Higgins que lleva el brazo en cabestrillo.
Cada uno de esos trabajos fue, por cierto, el resultado de toda una peripecia de quien los pintó o los dibujó. En las líneas que siguen, intentamos describir una de ellas. Esta vez, contando con el invalorable testimonio del autor.
Los comienzos
Cuando se habla de los constituyentes de 1853, la imagen que irrumpe es la famosa pintura de Antonio Alice: un recuerdo de hombres que están de pie en un salón algo penumbroso, frente a un escritorio, escuchando a alguien que habla en primer plano. El óleo, de considerables dimensiones -5,40 por 3,60- representa la sesión nocturna de los constituyentes, del 20 de abril de 1853. Es el momento en que Juan Francisco Seguí, diputado por Santa Fe, replica el discurso de Facundo Zuviría, diputado por Salta, quien sostenía la inoportunidad de sancionar una Constitución.
El autor del cuadro, Antonio Alice, nació en Buenos Aires en 1886 y falleció en 1943. Venía de una familia muy humilde, y de niño debió lustrar zapatos. Cupertino del Campo descubrió sus aptitudes artísticas cuando era apenas un adolescente y lo acercó al taller del pintor Decoroso Bonifanti. Fue su profesor seis años. En 1904 logró el Premio Roma, que le permitió perfeccionarse en la Academia de Turín. De allí en adelante conquistó muchos premios y distinciones. Al regresar al país, se dedicó al retrato y a la pintura histórica. Su “Muerte de Güemes” (1910) decora hasta hoy la Legislatura de Salta.
En 1922 se le ocurrió llevar a la tela la memorable Convención de Santa Fe que, como se sabe, sancionó aquella Constitución que -con un breve intervalo y mínimas modificaciones- regiría casi un siglo y medio la vida jurídica de los argentinos. Joaquín V. González visitó su taller ese año. Alice le mostró bocetos y el autor de “Mis montañas” lo alentó calurosamente a concretar el cuadro.
El pintor se tomó más de 10 años para ejecutarlo. Presentó públicamente su tela en 1933, con un éxito impresionante. Tanto se habló de ella, que Alice resolvió publicar, en 1935, un pequeño libro, “Los constituyentes del 53 en la sesión nocturna del 20 de abril”. Fotografías, cartas y juicios críticos ocupan la mayor parte de las 79 páginas; pero tienen enorme interés las 20 que reproducen la conferencia que Alice dio en su taller, ante la Junta de Historia y Numismática Americana (hoy Academia Nacional de la Historia) que allí celebró una sesión en homenaje a su obra.
Entre bambalinas
En su disertación, explicaba los entretelones de la aclamada tela. Destacaba que “la gestación de este cuadro no es la consecuencia de un arrebato artístico”, y que “a pesar de sus grandes proporciones, no fue hecho por encargo de nadie, liberándome así de la presión desoladora que pesa sobre los cuadros hechos de medida”.
La idea nació en una visita que hizo a Santa Fe, y le dio envión, dijimos, el doctor González. El pintor leyó toda la bibliografía que pudo sobre la Constituyente; conversó con historiadores; recorrió museos y archivos a la búsqueda de retratos de los diputados; tomó esbozos del escaso mobiliario que se conservaba del demolido Cabildo de Santa Fe, sede de las sesiones. Eligió representar la reunión del 20 de abril. Considerando que el discurso de Seguí era el más elocuente de los pronunciados a favor de sancionar la Constitución, decidió plantar al diputado santafesino en primer plano. Apuntes de debates legislativos le sirvieron para reconstruir gestos, posturas y ademanes.
Varios meses le demandó, narraba, armar un “diorama”, es decir un pequeño escenario (en escala de 0.07 por 1 m.) donde reconstruyó “la sala del Cabildo con todos sus detalles, desde los muebles y los personajes hasta los adornos y la luz”. Así, contaba, “podía ver mi cuadro y ubicar las figuras estratégicamente. Todos los problemas de la obra quedaban resueltos: perspectiva, luces, valores”. Empezó a mover sus protagonistas y a desarrollar la composición.
Hizo confeccionar trajes de época para vestir a los personajes y ejecutó bocetos al óleo (que parecen retratos terminados) del rostro de cada uno de ellos. Seguí hablando, en primer plano, contradice a Zuviría, quien está a su lado pensativo, con la mano en el mentón. Sobre la derecha, de pie, colocó a Delfín Huergo, Martín Zapata, Salustiano Zavalía, Benjamín Gorostiaga, Juan María Gutiérrez y Benjamín Lavaysse, quienes secundaron la tesitura de Seguí. Tras meditar y consultar, se permitió una pequeña infidelidad: incluir a cuatro diputados ausentes en esa sesión (Santiago Derqui, José Ruperto Pérez, Agustín Delgado y Manuel Leiva) por considerar que, de todos modos, “estuvieron presentes en espíritu”.
Toda una odisea
Dispuso a los diputados de frente y a contraluz, y al presidente interino Pedro Ferré de espaldas, rompiendo -subrayaba- la tradición pictórica de ubicar los sitiales de honor al frente y en el fondo, cosa que “obligaba al pintor a sacrificar a los demás personajes, colocándolos de espaldas y divididos en dos grupos laterales”.
Si bien tenía documentación sobre los rostros, representó una odisea hallar los modelos “de semejanza fisonómica y también de idéntico volumen”. Una vez, en un tranvía, vio un señor idéntico a Zuviría, de cara y de físico. Lo siguió hasta la casa y esperó que volviera a salir para examinarlo. Hasta que un día logró que se lo presentaran, y el perseguido -el ingeniero Antonio Restagno– accedió a ponerse el traje de época y posar.
Alice pintaba de noche y a la luz de velas, “porque debía interpretar la misma luz nocturna de las candelas en que los constituyentes actuaron la noche del 20 de abril”. Pintar de noche y a la luz de bujías amarillentas hacía que los tonos dorados invadieran su paleta. Pero “después de largos y pacientes ensayos, conseguí adaptar mi retina a las tonalidades del ambiente”.
Al fin, el cuadro quedó concluido y pronto se convirtió en una pieza clave de la iconografía histórica argentina. En los años recientes y en “La Nación”, el crítico Rafael Squirru consideraba este óleo un “maravilloso hallazgo estilístico de Alice”. Y decía que vibraba, en sus cuadros del pasado nacional, “el acendrado patriotismo que se desprende de estas escenas, captadas a través de la intensidad de un sentimiento que lo une a nuestra tierra, a nuestra gente”. Afirmaba que, si un tema histórico puede ser tratado “a partir de estilos expresionistas y aún surrealistas, ello en nada resta validez a que algunos artistas lo encaren dentro de los cánones del arte clásico y realista”.