Una lupa y unos anteojos descansan encima de libros, papeles y cuadernos que tapan el escritorio de Carlos Páez de la Torre (h) en el segundo piso de LA GACETA, junto al Archivo. En las paredes, las bibliotecas crecen desde el piso hasta casi el techo, atiborradas de libros de historia y objetos: una lata con propagandas de cigarrillos Sportsman, pequeñas estatuas y retratos de personalidades de la historia y de su propia familia. En el centro del escritorio, la pantalla de la computadora parece perdida en la montaña de libros y papeles con anotaciones. Dos textos sobre batallas en Tucumán para corrección; una anotación de una autopsia histórica y un libro de Pablo Rojas Paz semiabierto -”El patio de la noche”- dan cuenta de las últimas inquietudes del historiador-periodista en su “cuartel general” del diario, donde pasó décadas buceando en el pasado con la idea de rescatarlo, en forma de atractivo relato, para Tucumán y el mundo.

Como una novela

Esas inquietudes, decía, comenzaron con su padre, Carlos, abogado apasionado por la historia, que le inculcó esa pasión por la lectura y por el pasado y se desarrollaron con la admiración que le generó Paul Groussac, escritor francés que le dio la mirada precisa y estética de Tucumán y del mundo. “Me quedó prendido en la cabeza lo atractivo que me resultaba que alguien me narrase la historia con seriedad pero de una manera que la pudiese vivir como si fuese una novela”, explicó. Groussac, descubierto en la adolescencia, marcó sus inquietudes de historiador A partir de la mención del francés (en “El viaje intelectual”) sobre Gabriel Iturri, el extravagante tucumano que vivió en la Francia de la “Belle Epoque”, surgió primero “El canciller de las Flores”, la primera biografía de Iturri, y años después, tras la publicación de algunas cartas de la abundante correspondencia de Marcel Proust, Páez de la Torre (h) actualizó su investigación en “El argentino de oro”. Groussac fue también objetivo de sus búsquedas: hasta estos últimos años, Carlos exploró publicaciones –libros y ensayos- e hizo consultas por doquier en busca de la identidad de Julia, el amor que el escritor francés nunca olvidó.

Además, de él se inspiró en el arte de contar la historia, tras una prolija arquitectura documental, con descripciones de la vida cotidiana y el relato en “ondulante prosa francesa” de Groussac, cuyo sarcasmo le parecía fascinante.

Fueron también su espíritu curioso, y su prodigiosa memoria, los que lo llevaron a relacionar sus abundantes lecturas con la vida de todos los días. Acostumbraba conversar con los mayores sobre historias del pasado y sus curiosidades le dieron relevancia social desde pequeño. Un libro de lectura de 1946, “Los cuentos de Mamá vieja”, recoge ilustraciones que hizo Carlos a los cinco años para esa publicación de Buenos Aires. Y su capacidad de hallar detalles interesantes en el pasado lo hacía el centro de toda conversación y le daba un elemento poderoso para desentrañar historias. Nada de lo humano le parecía ajeno. Así se puede apreciar en el relato de su encuentro de 2006 en Buenos Aires con Tomás Vallée, el centenario sobrino nieto del ex presidente Carlos Pellegrini, que había guardado con minuciosidad objetos, documentos y cartas del mandatario, y hasta su famoso sobretodo, que Vallée –alto, de 1,93 m, como Pellegrini- se puso, a pedido del historiador.

Ese niño curioso de 1946 nunca se fue. Los objetos, las lecturas, los detalles, la necesidad de saber qué pasó después marcaron sus inquietudes. No sólo se trataba de contar las luchas de Gregorio Aráoz de La Madrid -ese héroe con cicatrices hasta el infinito- sino de indagar cómo se escribía su apellido: varias notas de Carlos dan cuenta de su opinión de que debía escribirse separado (La Madrid). No sólo se trataba de contar de la ejecución de Marco Avellaneda sino de las peripecias de su esposa, Dolores Silva, en el exilio y, después, de la familia. El hallazgo del historiador de un daguerrotipo de la madre de Nicolás Avellaneda daba lugar a nuevas disquisiciones: la historia, como el periodismo, siempre tiene recovecos y tesoros que pueden salir a la luz.

Muchos han quedado apenas revelados, como la historia del oculto amor de Paul Groussac.

En sus incontables cuadernos –y en libros de comercio, costumbre que adoptó por consejo de Manuel Mujica Lainez– apuntaba con minuciosidad los datos para sus búsquedas y aunque parecía un universo en bullente caos, a la hora de concretar una producción encontraba la ficha con el dato preciso. El periodista estuvo ahí, donde hizo falta, para retratar algunos momentos cruciales. Así es la crónica del derrocamiento del gobierno de Lázaro Barbieri (el golpe de Onganía) que Páez de la Torre (h) cubrió desde el interior de la Casa de Gobierno, tal cual se relata en “Una fría noche de junio de 1966”. Así es su descripción de la conmoción en el Congreso nacional en 1974 cuando murió Juan Domingo Perón. Fue testigo presencial de los preparativos de las pompas fúnebres del mandatario. Pero también el detalle singular que dejaría su huella en la historia estaba en sus afanes, desde los testamentos de figuras como Manuel Belgrano o de su amigo, el guerrero de la Independencia Emidio Salvigni, hasta la fascinante historia de Merceditas Méndez, la tucumana que resucitó en Catamarca en 1884.

“Yo soy un periodista, un historiador, un lector frenético”, se describía. Y defendía la fuerza del periodismo, que Mujica Lainez le había descripto en cuatro puntos: “1) El valor de escribir todos los días. 2) Decir lo que querés decir de manera que todo el mundo te entienda. 3) Decirlo en el espacio en que lo querés decir. 4) El periodismo te ha enseñado a narrar. El periodista no le cuenta todo al lector desde la primera línea sino que va despertándole el interés constantemente. Eso se aprende en una sala de redacción”.

La lectura cotidiana era constante. Y relecturas –volvió varias veces a “El otoño del patriarca” o a los relatos de Truman Capote– y era frecuente hallarlo sentado en un café céntrico dejando volar la mente con alguna novela negra policial.

La literatura, solaz del espíritu, entró como una inundación en memorables páginas de sus “De memoria”, como “Primer contacto con el prodigio”, donde, a partir del asombro de ficción de José Arcadio Buendía ante el hielo, relata las sensaciones que tuvieron Mariquita Sánchez ante la fotografía y Eduardo Wilde ante la voz grabada. Y Gabriel García Márquez volvía a sus desvelos: en “Larga lucha contra el calor”, la sensación de que del cielo llueve vidrio líquido se aplica a los padeceres históricos tucumanos contra el verano infernal.

Urgencias del tiempo

No sólo están sus laboriosos libros de historia y sus personajes biografiados con ahínco (Nicolás Avellaneda, Juan B. Terán). Ahí están, en las páginas de LA GACETA, esas exquisitas búsquedas de todo tipo, seguidas hasta el paroxismo. “Tengo una especie de compulsión de que cuando empiezo las cosas las tengo que terminar”. Podía tratarse de un artículo periodístico surgido con la urgencia de la noticia o una crónica del “Apenas ayer”, o bien de un libro. En los últimos tiempos su laboriosidad se había acrecentado como si el paso de los años lo urgiera a escribir. En los últimos días –relató su hija Flavia– esa urgencia se acentuó con los textos del “Apenas ayer” (la publicación final, del sábado pasado, estuvo dedicada a la estatua que hizo Lola Mora de Juan Bautista Alberdi). Tenía para consulta e inspiración una serie de libros -Las memorias del general José María Paz, una edición de la Fundación Lillo sobre novelas importantes de Tucumán –“Fruto vedado”, “Fruto sin flor” y “Chavela”-, el libro de las calles, el de los rostros- en los cuales encontraba cosas nuevas. “Lo que se proponía -dijo Flavia- no dejaba de luchar hasta conseguirlo”. En ese afán se fue tranquilo, en paz.

Allá lejos, hace tiempo
Cada familia atesora a su modo sus vínculos con el mundo. En una conversación en el Archivo de LA GACETA a fines de los 80 le conté a Carlos que mi abuela, Leonor S. de Würschmidt, había escrito en sus diarios personales sobre su experiencia como institutriz en la Corte de los Habsburgo durante la Primera Guerra mundial. Una historia personal vinculada con los personajes de la Viena imperial -como la emperatriz Sissi- que a Páez de la Torre le fascinó, y me estimuló a publicarla en el entonces Suplemento Literario. Cada tanto volvería a preguntar acerca de las anécdotas contadas en esos diarios y de allí surgió un aporte para sus textos del ayer, en el relato del viaje de mi abuelo, José Würschmidt, a Europa, comisionado por Juan B. Terán, para buscar el busto de Humboldt que se emplazó en el frente del Rectorado de la UNT. Inquieto y curioso, Páez de la Torre dio luz pública a esa historia.