El bosque tucumano que describió Groussac.
Es conocido que, bajo el nombre de “provincia azucarera de San José”, Paul Groussac ambientó en Tucumán su novela de 1884, “Fruto vedado”. Iría mechando en la trama las descripciones de nuestro paisaje: la selva, por ejemplo. En ella se interna el protagonista, en un momento dado.
Y en un claro de la vegetación, sentado en un “enorme tronco de cedro”, contemplaba el paisaje a su alrededor. “El cerro, nevado en la cima y cubierto de bosques en su base, tenía en sus agudas crestas jirones de nubes desflecadas que se estiraban al viento cual blancos gallardetes. Una calma divina bajaba del nítido cielo y se esparcía en los follajes apenas agitados; la selva virgen desenvolvía sus esplendores ante la vista maravillada”
Se detiene en esa vista. “Pacarás de cuerpos blanquecinos y rugosos nogales se enlazaban por mil lianas y enredaderas, con los cedros rectos como columnas y llenos de ramilletes de orquídeas purpurinas en el arranque de sus ramas maestras; los naranjos silvestres, los orcomoyes envueltos en plateado musgo se cruzaban con los laureles gigantescos y los chalchales, cuyas bayas encarnadas resaltaban bajo sus pequeñas hojas agudas”.
En el suelo, “entre las toscas y lampazos de anchas hojas, las telarañas cubiertas de rocío resplandecían como redes de plata con nudos diamantinos. A veces se volaba un gavilán lanzando su grito de dos notas, o una carrasca cuyo canto recuerda vagamente el gorjeo del ruiseñor. Por momentos, un boyerito blanco cortaba el espacio entre dos árboles, o se levantaba un pelícano para asentarse lentamente en las orillas del arroyo; una bandada de patos cruzando el aire en figura de cuña, hacía un rumor de velas agitadas. Y había momentos de gran silencio en que sólo se percibía el estridor continuo de los insectos que parecía, con el murmullo de las trémulas hojas, la inmensa respiración de la soledad”.