En 1876, en una concurrida ceremonia, el presidente Nicolás Avellaneda inauguró allí nuestra primera línea ferroviaria
Desde hace 138 años, cierra el horizonte oeste de la calle San Martín un edificio de dos plantas. Pasan a su frente muchos automovilistas y muy escasos peatones, sin concederle una mirada. Les parece, simplemente, una de las tantas construcciones viejas que de milagro perduran entre las cuatro avenidas de San Miguel de Tucumán.
Sin embargo, hubo épocas en las cuales una actividad febril se desarrollaba en torno al edificio y a su alrededor. No era para menos. Esa estación ferroviaria recibió al primer tren que llegó a Tucumán, y fue la única de esta capital durante varios años. Del entorno viejo, sólo sobrevive un añoso edificio de dos plantas, con bellos balcones de reja, en una de las ochavas del frente.
La línea férrea que unía Tucumán con Córdoba y que la conectaba así con Buenos Aires, se dispuso por ley nacional 280, de 1868. Se empezó a construir en 1872. El adjudicatario de la licitación, el ingeniero italiano José Télfener, logró imponer gran velocidad a la obra desde el vamos.
Grandes dificultades
A pesar de eso, la oposición al gobierno esparcía rumores agoreros. Recuerda Raúl Scalabrini Ortiz que “se decía que los terraplenes son huecos y desmoronarán después de la primera lluvia; que los durmientes están podridos, que los rieles se torcerán por falta de resistencia, que las alcantarillas y puentes son de fabricación inferior”.
Además, estaban los problemas financieros de Télfener y compañía, ya que el Estado demoraba los pagos. La obra se hubiera detenido, de no mediar el Banco de Córdoba, que aceptó descontar letras y otros títulos al concesionario por cifras muy elevadas.
Al mismo tiempo que se tendían los rieles, se iban construyendo los edificios de las estaciones. El contratista de esos trabajos era un francés oriundo de Poitiers, llegado recientemente al país. Se llamaba Clodomiro Hileret y tenía 20 años en 1872.
Llega el tren
La vía quedó instalada en la ciudad y lista para funcionar el 3 de octubre de 1876. El gobernador, doctor Tiburcio Padilla, usó por primera vez el tren para trasladarse a Buenos Aires y regresó acompañando al presidente Nicolás Avellaneda. El 19, el ilustre tucumano pisaba la flamante estación.
Quiso venir unos días antes de los actos oficiales, para visitar tranquilo a familiares y amigos. La gruesa comitiva de funcionarios y periodistas, encabezada por Domingo Faustino Sarmiento, llegó el 30. Al día siguiente, se desarrolló la gran ceremonia de habilitación de la línea. Hablaron Avellaneda, el gobernador Padilla y Sarmiento. Las fiestas siguieron durante varios días.
En cuanto a la estación edificada por Hileret, el trabajo que nos facilitó generosamente el arquitecto Ricardo Viola, la describe y analiza con precisión. Expresa que el proyectista, siguiendo el patrón vigente de diseño, dividió el edificio en dos partes.
Lenguaje de época
“Para el sector de oficinas, vestíbulo, boleterías y depósito, primó un criterio estético con terminaciones influidas por el lenguaje italianizante”, consigna Viola. Se expresó básicamente en “el uso del color, los recios almohadillados en el sector de planta baja, las rejas de planchuelas en ventanas, pilastras, cornisas, y los típicos balaustres en el remate superior de la fachada”.
En cambio, en el sector de andenes, se impuso “el sentido funcionalista, expresado en la estructura de hierro y vidrio impuestos por la tradición industrial inglesa. El techo de chapas se soportaba con delgadas cabriadas metálicas, que descargaban su peso en una fuerte cornisa y las pilastras del edificio principal”.
En el amplio conjunto, se disponían dos cuerpos bajos, al Norte y al Sur. Este último lucía “la arquetípica galería con cubierta de chapas y faldones de madera, que se veían subordinados frente a un conjunto que invitaba la atención hacia el cuerpo central de dos plantas”.
Lamentable “arreglo”
Este cuerpo, “con ligeros movimientos de volúmenes, avanzaba hacia el frente y tenía por corolario una importante torre. Aparece como mojón alto, y se diferencia del resto por sus ventanas con arcos de medio punto y bandas lombardas –propios de la edificación pública de entonces- para subrayar el remate de cornisas de este volumen”.
Lamentablemente, hacia la década de 1940, se resolvió “simplificar” las líneas del edificio, con el pretexto de reparar su vetustez. Como puede verificarse en las fotos, ese trabajo arrasó con los aspectos decorativos originales y todos sus ornamentos. La estación quedó desnuda. Su fuerza expresiva, dice Viola, ahora apenas “asoma tímidamente en el ritmo de aberturas, pilastras y cornisas”.
Asimismo, la supresión del techo que cubría el andén, fue otra pérdida para deplorar. En el original, corría “paralelo al del edificio, como los dispuestos –pero en menor escala- para las estaciones de paso, ya que se sabía que años más tarde la línea se prolongaría al Norte”.
El edificio, hoy
En la fachada hay dos placas. Una de bronce, minúscula, de 1957, recuerda el centenario de los ferrocarriles. Otra, de 1996, en mármol, se puso por los 120 años (el centenario pasó desapercibido) de la llegada del tren a Tucumán, aunque no dice que allí se produjo el suceso.
El edificio mantiene puertas y ventanas cerradas. Está cruzado por cables y, sobre la izquierda, muestra torcida la canaleta. Más allá, un yuyal colma el espacio que alguna vez se bautizó “Plaza Télfener”. Un cartel prohibe el ingreso y advierte que es “playa privada”. Las vallas que la rodean sólo se interrumpen, al centro, por una fuente luminosa circular, chica y de pobrísimo diseño, que –como es de rigor en Tucumán- hace mucho que ni lanza agua ni prende luces.
El curioso que mire desde las vallas, se aleja con la esperanza de que algún día se restaure el edificio y se le devuelvan aquellas “peculiaridades formales” que tenía cuando vio llegar el tren, en 1876. Después de todo, según Google, es un monumento histórico nacional.
Un buen ojo
No deja de ser curioso el destino de quien construyó el edificio. Clodomiro Hileret encontró, en Tucumán, que varios de sus compatriotas habían hecho fortuna en la industria azucarera. Su buen ojo le aconsejó quedarse, para invertir en la fértil provincia los pesos que había ganado erigiendo las estaciones.
Asociado con Juan B. Dermit, puso una curtiembre en Lules, y en 1879 allí instaló la fábrica azucarera que el pueblo denominaba “La bomba i’ Lules”. En 1881, adquirió la parte de Dermit. Ocho años después, en sociedad con Lídoro Quinteros, compró la gran estancia (225 kilómetros cuadrados) del gobernador Belisario López, para instalar el ingenio Santa Ana. Pronto desinteresó a Quinteros y se asoció años más tarde con Emilio Rodrigué.
La fábrica sería uno de los colosos azucareros tucumanos, y perteneció a la empresa de Hileret hasta 1932. Entonces, pasó Santa Ana a otras manos y finalmente cayó en las del Estado. Dejaría de moler en 1966, cuando ocurrió el cierre compulsivo de ingenios dispuesto por el gobierno. En cuanto a don Clodomiro, murió en París el 10 febrero de 1909. Nunca hubiera sospechado en 1876, cuando sus albañiles dieron el último toque a la estación de San Martín y Marco Avellaneda (entonces Las Heras y un recién abierto boulevard, sin nombre hasta 1888) que su destino era convertirse en unos de los más importantes industriales azucareros de Tucumán.