Lo que puede lograr la voluntad de un hombre.
Es impresionante verificar el prestigio que Miguel Lillo (1862-1931) tuvo siempre entre nosotros. Cuando se inauguró la Universidad de Tucumán, en 1914, el gobernador Ernesto Padilla le dedicó varios párrafos en su discurso de esa ocasión.
Con su persona, quería dar “un oportuno y bello ejemplo” de cómo era posible estudiar en ese ambiente provinciano que muchos hallaban estrecho y limitado, y conseguir “la obra propia, cuando se la crea y se la trabaja con la suficiente consagración”.
Pensaba que ese ejemplo “contrariará una modestia innata que da relieve a muy altos merecimientos. Pero, dentro de los métodos experimentales que os son familiares, habéis de permitirme, doctor Miguel Lillo, que me sirva de vuestro caso personal”. Porque, decía, “señaláis una cima que muestra lo que puede alcanzar la voluntad de un hombre cuando, aún en la soledad y ante la indiferencia, enciende su lámpara para estudiar y pensar”.
Seguía: “Joven, tuvísteis el amor de las ciencias naturales y formásteis la sana vocación de dominarlas; autodidacta, lo habéis conseguido, y los sabios del mundo conocen vuestro nombre, agregado al de las nuevas especies de fauna y flora que habéis clasificado en nuestro suelo, o a través de vuestras investigaciones”. Recordaba que Tucumán lo reverenciaba como “eminente doctor de la ciencia”, mucho antes de que lo doctorase la Universidad de La Plata.
Destacarlo “en este momento -grato también para el discípulo- es, al mismo tiempo, mostrar una honra pura de nuestra provincia, y comprobar la virtualidad efectiva de nuestro medio para desarrollar la labor universitaria que emprendemos”.