Imagen destacada
ALBERTO ROUGÉS. El destacado filósofo tucumano fotografiado con familiares en un bote, en el lago del ingenio Santa Rosa. LA GACETA / ARCHIVO

Una carta de Rougés a José Enrique Rodó.


En 1913, el gran filósofo tucumano Alberto Rougés (1880-1945) acusaba recibo de “El mirador de Próspero” a José Enrique Rodó. Declaraba haber gustado su libro “hoja por hoja”, y se detenía a comentar tanto la filosofía del autor como la necesidad de una filosofía para su tiempo.

“La filosofía, en el tecnicismo actual, no es sino una cateadora de conocimientos, a diferencia de lo que ella fue en Grecia”, decía Rougés. Allí, “su misión era enseñar a vivir, a serenarse, a vencerse y a morir”: era “hija de la personalidad del filósofo, el fruto de su inteligencia y de su afectividad, la espuma de todo su ser”. Dando a la palabra ese amplio sentido, es que consideraba a Rodó un filósofo: un “modelador de espíritus y de vidas”.

Le parecía que “de esa suerte de filósofos está necesitando nuestra época, cuya frenética laboriosidad es, demasiado a menudo, una manera de aturdirse, de huir de la propia interioridad, de evadir los problemas que la vida plantea. Y cuando no morbosa, nuestra actividad es hija de una concepción de la existencia humana que no debe perdurar”.

“En vez de matar los deseos para no sufrir, como lo enseñara la sabiduría de la India, o de moderarlos, como lo enseñara la sabiduría cristiana o la estoica, nuestra época prefiere, cada vez más, dejarlos en libertad -en salvaje libertad a veces- y bregar afanosamente, sin tregua, para satisfacerlos. Y su gran angustia es impotencia en tal empeño. Angustia como la de Sísifo, como la de Tántalo”.

Agregaba que “ya se comienza a sentir la necesidad de algún remedio para tan grave mal”, y filósofos como William James “predican un nuevo ascetismo, como la pobreza voluntaria: un ascetismo adaptado a las condiciones de la vida moderna”.