Fueron disertantes en Tucumán, en 1929.
En “Historia de una afición a leer” (1969) el destacado ensayista y diplomático tucumano Máximo Etchecopar (1912-2003), espigó los recuerdos de su adolescencia en esta ciudad. Narra, por ejemplo, que en 1929, llegaron a Tucumán dos pensadores eminentes, el conde de Keyserling y Waldo Frank. Disertaron -en fechas distintas- en la Sarmiento, y a Etchecopar, de 17 años, se le antojó, narra, “hallarme frente a los intelectuales famosos” y fue a escucharlos.
Cuenta que no salió defraudado. “Tanto Keyserling como Frank depositaron en mis retinas ávidas muy viva impresión, una impresión que –lo diré así- estaba ya prefigurada en mi deseo y curiosidad”. Sobre todo Frank, “cuya estampa y ademanes, cuyo metal de voz apagado, tímido y como nostálgico; en menos palabras, cuyo estilo fisonómico se compaginaba bien con la idea convencional acerca de lo que había de ser en aquel tiempo el intelectual o el literato, a los ojos de un muchacho argentino anheloso de admirar a tal tipo humano”.
En cuanto a Keyserling, “era un personaje insólito que rompía con estridencia todos los cuadros convencionales”. Nunca olvidaría su sorpresa “cuando en la sala colmada de público vi entrar al gigantesco filósofo, que lo hizo a grandes zancadas y acelerada marcha (como cuadra a un gigante)”, lo que exigía, de sus acompañantes tucumanos, “un andar vecino de la carrera”. Esa escena, “para asombro y fiesta de mis ojos, se repitió al finalizar la velada, y hacer de nuevo el convidado su recorrido a través del salón y abandonar la casa”. Ya en la calle, “el fabuloso conde se cubrió con un sombrero de anchas alas tiesas, de color claro, casi blanco -uno de esos que en México llaman ‘tejanos’-, que contrastaba bruscamente con el atuendo oscuro que, si mal no recuerdo, era esa tarde traje de jacquet”…