En 1879, renunció al ministerio del Interior y asombró al Senado con un discurso lleno de indignación.
La última función pública de gran relieve que ocupó Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888) fue la de ministro del Interior del presidente Nicolás Avellaneda. Estuvo en el cargo apenas 40 días, y su salida del mismo fue una de las más ruidosas que registra la historia de las crisis de gabinete en la Argentina. Vale la pena recordar ese incidente, que tendría justificada celebridad en todas las biografías del autor del “Facundo”.
Avellaneda nombró ministro a Sarmiento el 29 de agosto de 1879. Por esos días, el tucumano estaba acosado por Carlos Tejedor, el gobernador de Buenos Aires, en la ofensiva que -como se sabe- haría crisis en la revolución del 80. Esto además de la intranquilidad política que despuntaba en algunas provincias. Le pareció a Avellaneda que Sarmiento tenía la energía que se necesitaba. Además, el sanjuanino acariciaba la ilusión de todo ex presidente, que es regresar al sillón. De allí se derivaba también la inquina que tenía a su colega de gabinete, el ministro de Guerra, general Julio Argentino Roca, firme candidato a suceder a Avellaneda en las elecciones de 1880.
Grandes ínfulas
Sarmiento se siente fascinado con la función. “El potro empieza a amujar las orejas, al reconocer las espuelas de su viejo jinete. Habrá gobierno”, asegura la carta que envía a Tucumán a su amigo José Posse. Uno de sus primeros propósitos es terminar con las insolencias de Tejedor. Le prohíbe que organice la Guardia Nacional porteña y que la adiestre con maniobras. Como Tejedor no le obedece -intercambian notas violentas- Sarmiento presenta un proyecto que prohíbe la movilización de milicias provinciales. El gabinete lo eleva al Congreso, que lo dejará en el cajón. Además, advierte a los gobernadores que son “agentes del gobierno federal” para “la ejecución de leyes electorales y represión de delitos que señala la ley de Justicia Federal”. En otra circular, les prohíbe publicar comunicaciones oficiales sin autorización de la Casa Rosada.
No oculta sus ínfulas presidenciales. En la primera reunión de gabinete, cuando Avellaneda entra al salón, ve al ministro que está sentado en el sillón del primer magistrado y que finge no haber advertido su ingreso.
Roca, “pigmeo”
No disimula el desdén hacia Roca. Escribe a Avellaneda: “al ejército no lo han de mandar generales; y se hace habitual que el ministro de Guerra mande en persona y haga campañas”, y “no tengo valor para convertirme en sostenedor de estos desmanes”, dice. En una carta a Posse, declara enfáticamente: “Mientras tanto, ¡qué papel quieres que haga Roca, en esta lucha de gigantes que sostengo contra la fuerza, la audacia, el gobierno y la fatalidad!¡Pigmeo! Así lo están viendo todos”…
El problema que terminaría volteando al ministro Sarmiento había empezado en Jujuy, meses de antes de su asunción. Gobernaba allí (elegido en muy controvertidos comicios) Martín Torino, hombre de Roca y miembro por lo tanto de la “Liga de gobernadores” que secundaba las aspiraciones electorales del tucumano.
Ocurre que Torino es derrocado violentamente. Entonces, se refugia en Salta y pide la intervención federal. En el mensaje que se eleva al Senado requiriendo esa intervención, Sarmiento sostiene que la medida tendrá por objeto reponer a las autoridades “legítimas”. No consideraba legítimo a Torino, sino a quienes lo habían derrocado.
Cambio y furia
El Senado aprueba el proyecto así redactado y lo pasa a la Cámara baja. Pero un día domingo, mientras Sarmiento estaba ausente en su isla de Carapachay, se reúne la Cámara de Diputados. “Tejedoristas” y “roquistas” olvidan un momento sus agravios para unirse contra Sarmiento, a quien detestan, y modifican la sanción del Senado. Ya no se interviene para reponer a las autoridades “legítimas”, sino a las “constituidas”, o sea al gobernador Torino.
Ni bien se entera, Sarmiento tira su renuncia en el despacho de Avellaneda. Y al día siguiente, arriba al local del Congreso, que entonces funcionaba frente a la Plaza de Mayo. A pesar de que ha renunciado a la cartera, aún no le han nombrado reemplazante, y se considera habilitado para irrumpir en el recinto de la Cámara de Senadores. Lanzará allí, escribe Paul Groussac, “el más extraordinario discurso de apología personal y ‘telón corrido’ que parlamento alguno escuchara jamás”.
Las “maquinaciones”
En el extremo de la furia, traza un inventario de su gestión contra las “maquinaciones infernales que tenía que vencer”. Ataca a los gobiernos de Salta y Jujuy, que vienen desoyendo sus órdenes, como integrantes que son de la “Liga de gobernadores”. Sostiene que las Cámaras son manejadas desde afuera. Afirma que los ministros y los gobernadores “inventan maldades” para agitar el país. Asegura que “a la Constitución no la entienden todos los gobernadores, todos los diputados, ni todos los senadores siempre”.
Dice: “creo que esta será la última vez que hable en una asamblea; puede decirse que es de ultratumba que lanzo la palabra, porque quizás a esta hora seré suprimido como ministro”. Se dirige a los jóvenes: “crean a un hombre sincero, que no ha tenido ambiciones nunca, que nunca ha aspirado a nada, sino a la gloria de ser, en la historia de su país, sí puede, un hombre; ser Sarmiento, que valdrá mucho más que ser presidente por seis años o juez de paz en una aldea”.
“Lleno de verdades”
Toman la palabra los senadores Juan E. Torrent, Aristóbulo del Valle y Gerónimo Cortés. Y luego vuelve a hablar Sarmiento, frenéticamente. Pronuncia su célebre frase: “Tengo las manos llenas de verdades que voy a desparramar a todos los vientos para disipar los fantasmas o neblinas que asustan o enceguecen a la opinión pública”. Lee un telegrama -que es confidencial, pero llegó a sus manos- donde el gobernador de Córdoba, Antonio del Viso, decía que era necesario impedir a Sarmiento que atacase al gobernador de Salta, y que los sucesos de Jujuy “repercuten perniciosamente en las filas de nuestro partido”. Repite lo de “las manos llenas de verdades”, para “imponer silencio a todas esas calumnias“. Termina: “yo me retiro para hacer uso de mis derechos de ciudadano argentino. No se va a realizar la maldad que están preparando”. Todos interpretan que esa maldad es que Roca sea elegido presidente.
El Senado vota de acuerdo al criterio de Sarmiento. Pero no logra los dos tercios necesarios para insistir en que se reponga a las autoridades “legítimas” y no a las “constituidas” de Jujuy. Así, queda sancionado el proyecto venido de Diputados.
Pálido y desfigurado
Tras abandonar el Congreso, parte Sarmiento a la redacción de “El Nacional”. Ya es de noche. Manuel Gálvez reproduce el testimonio del periodista Ernesto Mendizábal, quien lo vio llegar. Estaba pálido, “arrugado el entrecejo, extraviada la mirada, tembloroso el cuerpo, temblorosos los labios, curvada las espaldas, vacilante el paso”. Habla solo, agita el bastón y lanza nombres de personas “en incoherencia febrilísima, mezclando entrecortadas palabras, quebrados pensamientos, estentóreas maldiciones”. Derrama lágrimas de indignación. “¡Yo, Sarmiento, yo, vencido!”, exclama. Tras un largo silencio estalla en una estridente y nerviosa carcajada. Después, se va su casa a paso veloz. “Allí lo reciben como un enfermo. Lo hacen acostar y se duerme”, dice Gálvez.
Al día siguiente, 8 de octubre, los diarios condenan el discurso. “Hidrófobo”, lo llama “La Pampa”. Para “La Prensa”, su discurso es “un testimonio irrecusable de decadencia, un grito de despecho”. Durante esa misma jornada, Avellaneda aceptará la renuncia de Sarmiento. También aceptará la de Roca, quien igualmente ha dimitido para dejar al presidente en libertad de acción.
“El arpón en el lomo”
Sobre el asunto, Roca escribe, a su concuñado Miguel Juárez Celman, una elocuente carta que publicó el historiador Fernando Madero.
“Rodó el coloso Sarmiento como un muñeco. Creyó que todo el mundo se iba a inclinar ante su soberbia, sin consultar otra cosa que su propio interés, lo que se ha visto burlado por su inmensa vanidad, su rabia y despecho que no tienen límites”. En el Senado, “ha quedado como un energúmeno, como un verdadero demente, tanto que todo el mundo creía que realmente había perdido la razón”.
Agregaba Roca: “Yo soy el blanco de sus iras; pero nada me importa”. Ha sucedido que “el cíclope de la época y el coloso de América y del mundo, no ha podido resistirme y se retira como una pantera herida e impotente, vomitando espuma contra el mozuelo que, sin saber constituciones, leyes, historia y ni aun la ‘o’ siquiera, lo ha jodido por bribón, viejo crápula y desagradecido, en pocos días”.
Terminaba: “Lleva el arpón bien enterrado en el lomo; démosle soga que va a muerte segura, y a otra cosa”.