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MEDALLA DEL TRIUNFO DE SALTA. En esa ocasión, los rendidos juraron ante Belgrano no volver a tomar las armas contra los patriotas. LA GACETA / ARCHIVO

Belgrano, implacable con los perjuros.


Después de la derrota de Vilcapugio (octubre de 1813), en la segunda campaña al Alto Perú, el general Manuel Belgrano pensaba, con optimismo, que todavía le era posible remontar el episodio y batir a los realistas. Así, se preocupaba no sólo de fortificar el Ejército del Norte, sino de conocer los movimientos del enemigo, a fin de armar su estrategia. Con este último propósito, desde su campamento de Macha, despachó al teniente de Dragones, el tucumano Gregorio Aráoz de La Madrid, rumbo a las líneas realistas.

En la incursión, entre otras cosas, La Madrid capturó cinco soldados enemigos en las inmediaciones de Yocalla. Reconoció a dos de ellos. Ambos habían violado el juramento que hicieron en febrero, tras la batalla de Salta, de no volver a tomar las armas contra los criollos.

La Madrid envió los prisioneros a Belgrano, quien sin titubear les aplicó la pena de los traidores. Narra Mitre que el general “mandó fusilar por la espalda a los dos juramentados y, cortadas sus cabezas, se les puso un rótulo en la frente en que se leía en grandes letras: ‘Por perjuro’. Estas cabezas fueron remitidas con un refuerzo de ocho dragones a las avanzadas de La Madrid, con orden de que se colocasen a inmediación del enemigo, para escarmiento de los que habían traicionado la fe jurada”.

En su misión, La Madrid llegó al campo de Vilcapugio, donde los criollos habían sufrido recientemente su gran derrota. “Allí colocó las cabezas de los dos juramentados de Salta, fusilados recientemente, colgándolas de altos maderos, hecho lo cual se retiró en observación a las alturas”, escribe el autor de la “Historia de Belgrano”.