
Sobre el tucumano Gregorio Aráoz de La Madrid.
“Pacheco y la campaña de Cuyo”, libro de 1927 de Ernesto Quesada (1858-1934), es un clásico de la historiografía argentina. En uno de sus capítulos, Quesada describe con entusiasmo al general Gregorio Aráoz de La Madrid, en 1841, es decir en un momento culminante de la vida del guerrero tucumano.
En ese momento, dice “era una figura legendaria, y sus proezas de valor fabuloso durante las campañas del Alto Perú, como sus combates durante el período de las convulsiones internas, le habían conquistado con justicia la fama de un héroe. No puede decirse de él que fuera político de alcances, ni militar genial: era sólo un Murat criollo, hombre que jamás conoció el miedo, soldado de un arrojo fantástico, guerrillero incomparable”.
En las batallas, se transfiguraba. “Mientras fue un simple oficial, nadie igualó sus méritos ni sobrepasó sus hazañas; era la encarnación misma del denuedo y del coraje”. Pero, apenas le tocó mandar, afirma Quesada, “sus desaciertos fueron sin cuento, porque provenían de sus cualidades mismas: había nacido para combatir, no para dirigir”.
Era un militar que “no había tenido escuela, ni sabía de la táctica sino lo que su larga experiencia le impedía ignorar”. Aunque no desconocía la eficacia de la artillería ni el poder de la infantería, “para él el arma favorita era la lanza, y se arrojaba al frente de sus falanges históricas arrollando todo a su paso”.
En cuanto a su fisonomía, “era característica: nervioso hasta el extremo, ágil y vigoroso, poseía un físico de acero que desafiaba las fatigas y las privaciones”. El famoso baqueano Alico se asombraba ante ese temple, “para el cual no existían obstáculos en las cosas ni los hombres”.