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DON LUCAS CÓRDOBA. Cuatro décadas de su vida estuvieron dedicadas a la vida militar. Este óleo de Marsans lo retrató con el uniforme de teniente coronel. LA GACETA / FOTOS DE ARCHIVO

Fue dos veces gobernador de Tucumán. En sus memorables mandatos, trajo el agua corriente, multiplicó las escuelas y fundó el Banco de la Provincia, por ejemplo. Gozó de unánime respeto por su pobreza y por su dignidad.


Mañana se cumple un siglo de la muerte de don Lucas Córdoba, quien mandó durante dos períodos la provincia de Tucumán. En la lista de nuestros grandes gobernantes del siglo XIX y comienzos del XX, ocupa el lugar más encumbrado. Por eso se llamaba “sillón de Lucas Córdoba” al sitial del jefe del Ejecutivo; y por eso se elegía su tumba, en el Día de los Difuntos, para rendir allí un homenaje simbólico a los mandatarios fallecidos.

No era tucumano, pero sus padres, Nabor Córdoba y Ester Luna, habían nacido y vivían en Tucumán, y su familia estaba aquí desde tiempos de la conquista. Próceres tucumanos, como el gobernador Bernabé Aráoz y el obispo José Eusebio Colombres, eran sus tíos abuelos.

Lucas nació accidentalmente en el pueblito salteño de Chicoana, el 28 de noviembre de 1841. Hasta allí se habían trasladado sus progenitores para alejarse de nuestra provincia, envuelta en las alternativas de la Liga del Norte contra Rosas, movimiento con el cual don Nabor estaba comprometido.

Todo un militar

Era Lucas el mayor de doce hermanos. En la ciudad chilena de Copiapó empezó sus estudios y los siguió en el prestigioso Colegio de Concepción del Uruguay. Después, gracias a una beca nacional estuvo un tiempo brevísimo en la Universidad de Córdoba, antes de resolverse a cambiar los libros por la carrera de las armas, que era desde siempre su preferida.

La foja de servicios militares de don Lucas hasta 1902, abarcó un total de “35 años, 11 meses y 27 días” reconocidos, según su legajo, que tomamos de las “Biografías” del historiador Jacinto Yaben.

El dato nos lleva hasta 1866. Pero en realidad, empezó cuatro años antes, en 1862, cuando marchó a La Rioja, a órdenes de José Miguel Arredondo, para actuar contra la montonera que sitiaba esa capital.

Luego, se batió en Lomas Blancas, en la Costa Alta de los Llanos, en el que fue derrotado el “Chacho” Peñaloza. Estuvo después en Villa Mercedes, guareciendo las fronteras de San Luis, y en el Fuerte Nuevo Río Diamante, para defender las de Mendoza. En 1865, a órdenes de Julio Campos, peleó destacadamente contra el montonero Aurelio Zalazar en el combate de Pongo, y fue ascendido a capitán en el campo de acción.

Pidió luego incorporarse a la Guerra del Paraguay, pero su solicitud no recibió respuesta del comandante. Por eso no pudo ver morir heroicamente a su hermano Nabor Segundo, en el asalto de Curupaytí.

Campaña del Desierto

En 1867, mandó la infantería en la batalla de Pocito, también a las órdenes de Campos. Meses después, estuvo en la batalla de Pozo de Vargas, formando en las tropas nacionales que mandaba el general Antonino Taboada. Vino entonces a Tucumán, y marchó como jefe de vanguardia de las fuerzas de Octavio Luna, que fueron a Salta al ocurrir la invasión de Felipe Varela y Santos Guayama. Ya era por entonces sargento mayor.

Al frente del batallón “Río Colorado”, se incorporó al Regimiento 7 de línea que mandaba el teniente coronel Julio Argentino Roca, en la campaña de los Valles Calchaquíes contra la montonera.

Casi toda la década de 1870 permaneció en La Rioja, sobre todo en Chilecito. Se metió en trabajos de minería y tuvo un breve paréntesis en Tucumán, como ayudante de Historia y Geografía en el Colegio Nacional. Al iniciarse en 1878 la Campaña del Desierto, partió Córdoba como secretario de Roca, hasta la confluencia del Limay con el Neuquén.

Desde ese punto, en diversas misiones, don Lucas remontó el Neuquén hasta Chos Malal, repasó el Colorado y salió en San Rafael, recorriendo la parte oriental del Payón y del Nevado. Paralela a su condición militar, llevaba la de corresponsal del diario “La Nación”, donde se publicaban sus crónicas de la campaña.

Regreso a Tucumán

Su padre, don Nabor, era un acérrimo partidario del general Bartolomé Mitre. Lucas era inseparable del progenitor, y talvez por eso se complicó en la revolución porteñista de Carlos Tejedor, en 1880. Fracasada aquella, quedó fuera del ejército y se volvió prudentemente a La Rioja. Cuando apareció el decreto de amnistía de 1883, se acogió a sus estipulaciones. Recién en 1890, fue aceptada su reincorporación.

Por esa época regresó a Tucumán. Lo nombraron gerente del Banco mixto oficial, y cumplió con eficacia la misión de buscar, en Buenos Aires, una forma de pago de la fuerte deuda que la entidad mantenía con la Caja de Conversión y con el Banco Nacional.

En Buenos Aires estaba en 1893, cuando estalló la revolución radical en Tucumán. Ya con grado de teniente coronel, vino a la ciudad con las fuerzas del general Francisco Bosch, que sofocaron rápidamente la revuelta. Durante la ocupación militar que siguió, don Lucas se desempeñó como jefe de Policía.

De pronto, la política

No sospechaba entonces que, ya iniciada su cincuentena, estaba a punto de internarse en una memorable carrera política, cosa que jamás hubiera sospechado.

En efecto, normalizada la provincia, las elecciones consagraron gobernador al doctor Benjamín Aráoz, en 1894, quien llevó al teniente coronel Córdoba como ministro de Gobierno. Pero Aráoz falleció repentinamente en 1895, y Lucas Córdoba fue elegido gobernador de Tucumán.

Terminaría su período en 1898, y pasó a representar a la provincia en el Senado Nacional. Al concluir la progresista administración de su sucesor, el doctor Próspero Mena, en 1901, fue elegido para un segundo período, que terminó en 1904.

Memorables mandatos

Lucas Córdoba atacó los problemas de Tucumán sin titubeos y a fondo. Por ejemplo, el agua, manejada hasta entonces por los grandes propietarios en su provecho. Sancionó la Ley de Riego, que terminó con los abusos: el agua era de toda la población y se debía distribuir entre todos.

Además, se ocupó de que la ciudad dejara la bebida de pozos y aljibes. Su antecesor había obtenido un empréstito nacional de un millón de pesos y logrado el concurso del máximo experto, el ingeniero César Cipolletti, para encargarle la gran obra de las aguas corrientes para Tucumán. Don Lucas aplicó todo su esfuerzo para que la obra se llevara a cabo a tambor batiente. No cejó hasta inaugurar el trascendental servicio en 1898.

Empezó a enviar a la Legislatura más proyectos de ley sobre el agua: la represa de El Cajón, el dique La Aguadita, canales en toda la provincia y, finalmente, su gran sueño: el dique El Cadillal. Los opositores lo llamaban “El loco de la regadera” por su obsesión sobre el líquido, y don Lucas tomaba ese apodo como un máximo elogio.

Educación y el Banco

Junto con la Revolución del Agua, acometió la Revolución de la Educación. Cambió todos los planes de estudio, transformó las escuelas y fundó 59 establecimientos primarios nuevos, además de dos escuelas superiores, una para preparar a los docentes, el Gimnasio Escolar y el primer Jardín de Infantes que conoció Tucumán.

Puso en práctica una novedad: que los maestros se designaran por concurso. La transformación educativa era tan notoria que, en 1900, en el Congreso Nacional, el pedagogo Alejandro Carbó le dedicó un encendido elogio.

En otro orden, encontró necesaria una institución de crédito oficial, dotada de la solidez necesaria. Fundó así el Banco de la Provincia de Tucumán, que prestaría enormes servicios durante un siglo. Y llevó la justicia al campo, derogando la infamante “ley de conchavo”. Quería terminar, dijo, con “estas leyes de esclavitud, por las condiciones deprimentes en que colocan a la clase trabajadora”.

La “ley machete”

Al ocurrir la crisis de superproducción azucarera en 1902, utilizó su buen tino y su habilidad política para conjurarla, por medio de la denominada “ley machete”. La norma, para contener la producción que desbordaba, incluía un impuesto a favor de los cañeros que destruyeran sus plantíos o que los dedicaran a fines distintos de la fabricación de azúcar o de alcohol.

Bajo todo su mandato, se aquietaron las pasiones políticas y el civismo entró en una inédita etapa de armonía. Cuando dejó el poder, a don Lucas le quedaban nueve años de vida. Pudo comprobar complacido que conservaba la estima de todos sus amigos y el respeto de todos sus adversarios.

Gloriosa pobreza

Una de las causas de ese respeto era que, si alguien podía discutir sus medidas de gobernante, nadie se hubiera atrevido a dudar de su honradez. Don Lucas fue pobre toda la vida. Jamás tuvo casa propia, jamás hizo un negocio y jamás le importó el dinero.

Como lo diría bellamente Juan B. Terán, un ideal superior hizo germinar en él “la indiferencia, mezcla de piedad y de desdén, por las fortunas que perseguimos locamente los hombres; y no aspiró al poder por sensualidad, ni fue pobre por ineptitud, sino porque sólo un ideal humano o social, pero grande, le merecía la pena de obrar y de vivir”. Rodeaba su vida lo que Amador Lucero llamó “la gloriosa pobreza de los hombres públicos”.

La gracia provinciana

No solo era popular y querido entre los tucumanos, sino entre los hombres más importantes de todo el país, que se enorgullecían de su amistad y de su trato. Decoraba la personalidad de don Lucas, además, una irresistible gracia de provinciano. Su trato chisporroteaba, lleno de salidas ocurrentes y de anécdotas reideras sobre todo lo que había visto, observado y vivido en sus andanzas por toda la república.

Sin que declinara nunca su espíritu juvenil y animoso, la muerte tocó la puerta de don Lucas en la tarde del 29 de julio de 1913. Estaba con miembros de su familia en el pueblito cordobés de Quilino, hasta donde se había trasladado en busca de clima seco para sus sufridos pulmones.

El guardarropas del ex gobernador y ex senador nacional estaba bastante gastado, y cuentan que un gran amigo, don Neptalí Montenegro, entregó su levita nueva para vestir dignamente el cadáver. Una compacta multitud de todas las clases sociales y de todos los grupos políticos, recibió el féretro cuando llegó en tren a Tucumán.