El francés Pedro Dalgare Etcheverry era el técnico más calificado de Tucumán en tiempos de Rosas. Diseñó la Catedral, amplió el Cabildo y ejecutó importantes mensuras. Pero vivió entre apuros y murió en la miseria.
La Catedral de Tucumán es el templo más antiguo de nuestra ciudad. Fue iniciado en 1848, por disposición del gobernador federal, brigadier Celedonio Gutiérrez, y se lo inauguró en 1856, con una homilía del benemérito Fray Mamerto Esquiú. Si hasta hoy, conviviendo con edificios de altura, tiene prestancia imponente, hay que imaginar la admiración que causó allá por los tiempos de Juan Manuel de Rosas.
El vecindario, acostumbrado a casas chatas donde una segunda planta era excepcional, se deslumbró al ver levantarse tamaña mole. Además, lo dejaba estupefacto su estilo arquitectónico, jamás visto en esta parte de la Confederación Argentina. Y más todavía las cúpulas con forma de cebolla en las torres de los costados.
No fue la única obra que encaró Gutiérrez para hermosear la ciudad. También hizo modificar de raíz el Cabildo colonial. Lo estiró con seis arcadas nuevas y le agregó una torre al centro, con lo que excitó hasta los límites la admiración de los vecinos. Y mucho más cuando hizo comprar, en Londres, un gran reloj que marcaba las horas con campanadas, para instalarlo en lo alto de la torre.
En esos momentos había en Tucumán un solo técnico capaz de diseñar una Catedral y de acometer la transformación del Cabildo, y el gobernador no titubeó en encargarle ambos trabajos. Era un francés, el ingeniero Pedro Dalgare Etcheverry. Seguir su azarosa vida es el propósito de esta nota.
Mala suerte en Francia
Hay hombres con suerte y otros que no la tienen. Los primeros convierten en oro todo lo que tocan, mientras los segundos lo convierten indefectiblemente en barro. A este grupo -acaso el más numeroso siempre- perteneció Dalgare Etcheverry.
Había nacido en 1790 en un delicioso pueblo de los Bajos Pirineos, llamado Saint-Jean-Pied-de-Port. No se sabe dónde estudió la ingeniería, pero era evidente su impecable formación de ingeniero. Claro que la mala suerte lo persiguió desde joven. Convencido partidario de Napoleón, poco después de caído el Emperador no se le ocurrió mejor insolencia contra Luis XVIII que enarbolar la bandera tricolor en la torre de su pueblo.
La gracia le valió tres años de presidio en el Mont Saint Michel y el posterior destierro. No tenía muchos lugares para elegir dentro de Europa, y decidió rumbear al Río de la Plata, cuando terminaba la segunda década del siglo XIX. Estuvo un tiempo en Buenos Aires. Consta que en 1826 Pierre Catelin lo propuso al Gobierno para inspector del Departamento de Ingenieros.
Tucumán: el añil
No se sabe por qué decidió establecerse en Tucumán. Es más que probable que supiera de oídas la benevolencia con que esa provincia trataba siempre a los franceses. Y que tenía noticias sobre la prosperidad obtenida por muchos de ellos.
Dalgare Etcheverry quería empezar de nuevo. Algo de dinero traía y lo invirtió en la agricultura. Desechó la caña de azúcar, el tabaco y el arroz. Le interesó el añil que -recordaría- “aunque de inferior calidad produce espontáneamente este feraz suelo”, y se imaginó de inmediato millonario productor de tinturas.
Apostó todas las fichas a esa aventura. Viajó a Guatemala para buscar semillas y volvió con varias bolsas. De inmediato, compró a José Manuel Silva 500 varas de tierra en la Banda del Río Salí. La zona le parecía propicia: por allí cerca, varios de sus compatriotas -Bascary, Etchecopar, Mendilaharzu- iban haciendo caminar con éxito las curtiembres y las rudimentarias fábricas de azúcar.
Buscó el apoyo oficial. En 1840 se presentaba a la Sala de Representantes solicitando privilegio por 10 años para industrializar el añil. Se lo concedieron y el primer ensayo fue un éxito. Su producto fue calificado como “tinta de añil de primera calidad, igual a la superior de Centro América”, según los expertos de Londres a quienes remitió muestras por medio del ministro Mandeville. Entusiasmado, prescindió de la semilla de Guatemala y siguió con la indígena, que ya había logrado identificar.
Vuelve la mala suerte
Pero la mala suerte de Francia se había trasladado a Tucumán y empezó a tender su velo sobre el ingeniero. En 1842 vino la invasión del “Chacho” Peñaloza, que ocupó la ciudad. Gutiérrez lo pudo derrotar con la ayuda de las tropas del gobernador de San Juan, Nazario Benavídez. Después, ellas acamparon durante seis meses en la provincia. Al respecto, narraba Dalgare Etcheverry que “experimenté una pérdida de 600 y pico de pesos cuando la invasión del salvaje Chacho y la entrada del ejército sanjuanino en esta provincia, pérdidas que me han puesto a pique, como es notorio”.
Este era uno de los perjuicios que enumeraba ante Gutiérrez en 1844, pidiéndole que lo resarciera. Su finca de La Banda había quedado “reducida a un pequeño plantío” e hipotecada a Juan Mendilaharzu. El gobernador lo escuchó. No solamente lo nombró Agrimensor General de la Provincia, sino que le confió los grandes encargos de la Catedral y de la reforma del Cabildo. Además, los Padres Franciscanos le dieron la reconstrucción de su templo, en 1856.
En la ruina
Pero los pesos que significaron esos trabajos, a pesar de la magnitud de ellos, no debieron ser muchos. No estaba la Provincia para afrontar grandes honorarios: la obra de la Catedral había requerido la venta de todos los inmuebles del Estado, además de impuestos especiales. Y en cuanto a los frailes, posiblemente invocaron la pobreza de la Orden para pagar poco y nada. Sea como fuere, la ganancia fue para el pozo sin fondo del añil.
En 1858 volvió a pedir el privilegio de la planta a la Sala, y otra vez se lo concedieron. Pero otra vez la mala suerte lo llevó en su correntada. Las tierras de la Banda parecían encerrar un maleficio para Dalgare Etcheverry. No funcionó el añil, ni la caña que intentó luego, y no sabemos si sus entusiasmos -que constan en los documentos- con el gusano de seda y la yerba mate fueron intentados y fracasaron, o si quedaron en categoría de proyecto. Salió de sus manos la finca de La Banda y tuvo que hipotecar, y después vender, un par de casas que había comprado en la ciudad.
Hay que pensar que era un ingeniero, y que podía ganarse la vida en trabajos particulares. Pero tampoco en eso tuvo suerte. Para medir las tierras del famoso pleito entre los herederos del doctor Nicolás Laguna, en el valle de Tafí, debió cabalgar semanas por los cerros, soportando nevadas, con el teodolito a cuestas. Pero no pudo cobrar los honorarios y tuvo que pleitear contra la testamentaría.
“Le pagaré el sábado”
Ya era viejo y no podía dejar de ser joven si quería que le siguieran encargando mensuras. En muchos expedientes de la época -sucesiones, deslindes- se conservan los planos de Dalgare Etcheverry coloreados a la acuarela: joyas de exactitud que muy probablemente no tuvieron la retribución adecuada.
Porque las deudas se seguían amontonando, como se aprecia en el expediente sucesorio. Debajo de las facturas, siempre iba una notita a lápiz del ingeniero. “Amiguito: El miércoles o jueves le entregaré la mayor parte de lo que le deba”, decía a Ramón Posse. “Amigo D. Antonio: hágame el servicio de mandarme una damajuanita de vino, del que tenga en su casa: me marcho para la Cruz Alta para practicar la división de las dos estancias del Dr. Zavalía y D. Wenceslao Posse; a mi regreso, que será dentro de 6 a 8 días, le pagaré mi cuenta”, decía a Antonio Casanova. Y así.
De más está decir que los prestamistas hacían su agosto con el apurado ingeniero. Doña Visitación Ávila le prestó 300 pesos al 1 y medio por ciento mensual, en enero de 1867. Para garantizar la suma, Dalgare Etcheverry hipotecaba “en la mejor forma de derecho, mis bienes habidos y por haber”, con la singular estipulación de que debía devolver lo prestado “tan luego como dicha señora me lo pidiera”.
La muerte
Por eso no podía parar y seguía exigiendo esfuerzos a su gastado organismo. Tenía 75 años cuando empezó la inspección de los trabajos del camino a Catamarca por la cuesta del Totoral, “entre tempestades extraordinarias”. En su nota al ministro, advertía que “siempre he tenido costumbre de realizar mis operaciones a pie”.
Para peor, estaba solo. Todos sus compatriotas se habían casado con criollas, tenían hijos y parentela. Él seguía soltero y además pobre. El 7 de octubre de 1867 vino a visitarlo la muerte. El cura de la Merced, Luis B. Alfaro, recorrió a las disparadas la media cuadra que lo separaba de la casa de Ávila -donde el ingeniero alquilaba un cuarto- para darle los sacramentos.
El cónsul de Francia, doctor Víctor Bruland, se hizo cargo de sus pertenencias. Pero el fiscal solicitó al juez la publicación de edictos, porque “este señor tiene deudas cuyo valor excede con mucho al de los bienes que ha dejado”. Así empezaron a agregarse al expediente las facturas de los acreedores y las notitas que prometían “arreglar todo el sábado”.
Patético inventario
El inventario de los bienes de Pedro Dalgare Etcheverry, compendia la patética historia de su vida. Junto a los líos de mapas y planchuelas y el precario instrumental de ingeniero, se apilaban los expedientes de las mensuras que, casi octogenario, debía encarar para no morirse de hambre.
En un montón estaban reunidos los testimonios de sus sueños: las “Memorias” de Napoleón Bonaparte y (¡todavía!) dos bolsas de semilla de añil, además de “útiles de fierro para su cultivo”. Esto junto a libros técnicos y clásicos que el europeo trasplantado solía hojear en soledad.
También se inventariaba “un apero completo”, un par de espuelas y “un poncho inglés”. Era el atuendo que había usado para cabalgar por los cerros de Tafí o los de Medinas, midiendo, anotando, fantaseando con el añil, imaginando el frente neoclásico y las torres moriscas de la Catedral; pensando, en fin, que alguna vez saldría del negro pozo de la mala suerte.