Al ser derrotada la primera invasión inglesa en 1806, muchos prisioneros fueron internados en el norte. A Tucumán le tocaron 188. Pero cuando llegó la hora de devolverlos, un grupo desertó para casarse.
Un total de 1.135 británicos, incluyendo 41 mujeres y 28 niños, fueron tomados prisioneros en Buenos Aires en 1806 por las fuerzas de Santiago de Liniers, al derrotar la primera invasión inglesa. Pero tener semejante cantidad de cautivos se convertía en un problema de seguridad y de mantenimiento, y había que solucionarlo. Primero se pensó ponerlos en un barco y fletarlos a Londres, reteniendo en Buenos Aires solamente a los oficiales. Finalmente, se optó por destinar una buena cantidad a las provincias interiores del entonces Virreinato del Río de la Plata.
Corría septiembre cuando 400 presos partieron de Buenos Aires, custodiados por la tropa que mandaba Juan Ramón Balcarce. En Córdoba se quedaron algunos, por enfermedad y otras razones. En Santiago del Estero, Balcarce entregó a su Cabildo 51 ingleses, a comienzos de noviembre. Y llegados a Tucumán, quedaron aquí 188 prisioneros, mientras 24 pasaban a Catamarca.
Los presos en Tucumán
En nuestra ciudad, dos compañías de 100 soldados estaban a cargo de la custodia. El Cabildo recibió de Buenos Aires una serie de instrucciones. Se debía cuidar que los ingleses observaran una conducta “moderada y pacífica”. Además, tenían derecho a percibir un sueldo, que iba desde 8 reales para el personal de oficiales hasta 2 reales para los soldados (sumas que serían satisfechas con bastante retraso). Igualmente, les correspondía “una ración de acuerdo a su clase, servicio de luz y las hachas necesarias para el corte de leña”, aparte de atención médica si la necesitaban.
Podían trabajar, ejerciendo un oficio, o servir bajo patrones “de reconocida probidad y confianza”. Hubo también que comprarles ropa y enseres domésticos, pues nada tenían. De todos estos gastos se llevaban escrupulosamente las cuentas, para pedir luego el reintegro a Buenos Aires.
Los ingleses prisioneros en Tucumán formaban cuatro compañías, de 47 soldados cada una. La de Dragones Ligeros estaba mandada por el sargento John Chitham; la del regimiento Santa Elena, por el sargento William Roberts; y las dos del regimiento escocés 71, por los sargentos Robert Kennedy y John Fraser. Se los instaló en dos casas alquiladas a las tucumanas Juana Narcisa Carrizo y Magdalena Toro. Acaudaladas pero analfabetas, representaba a ambas un apoderado, Bernabé Mur.
Un par de incidentes
La vida de los prisioneros en Tucumán transcurrió con tranquilidad. De día trabajaban en diversas partes, y al atardecer eran conducidos a su alojamiento. Tenían custodia, pero no demasiado rigurosa. Jóvenes, muchos de ellos apuestos, es conjeturable que los “gringos” no tardaron en hacer amistades, superando las dificultades del idioma.
Hubo un par de incidencias. Las autoridades no querían que se comunicaran con los presos de Catamarca, pero por medio del “Pardo” Barroso pudieron intercambiar cartas: cuatro de ellas cayeron en poder de los alcaldes y se dispuso el arresto del “Pardo”.
El otro incidente fue interno. El día en que se celebraba el primer aniversario de la Reconquista, el sector de presos católicos empezó a realizar “iguales demostraciones de regocijo que los españoles”, lo que suscitó la cólera del resto, que entró a agredirlos. La tropa tuvo que actuar, con saldo de varios contusos, que fueron atendidos por el médico Pedro Montoya.
Hora de partir
Entretanto, se producía (julio de 1807) la segunda invasión inglesa a Buenos Aires, que fue igualmente rechazada por las milicias criollas. Como se sabe, el derrotado general John Whitelocke firmó una capitulación con el vencedor Santiago de Liniers. El documento, entre otras cosas, estipulaba la entrega de todos los prisioneros de ambas invasiones y con premura. Liniers ordenó entonces a los Cabildos que se dieran “las más activas órdenes para que regresen (los presos) a esta capital en carretas, caballos, mulas o en cualesquier otra forma”.
La disposición puso a los tucumanos en grandes apuros, ya que cuando se enteraron de ella apenas faltaban cinco semanas para que venciese el plazo de cumplimiento.
Entonces, nuevos gastos cayeron encima del Cabildo. Como la mayoría de los cautivos no sabía andar a caballo, fue necesario fabricar a toda prisa más de veinte carretas, que el 4 de agosto salieron cargadas de prisioneros.
Ausentes y luego casados
Pero hubo un problema. Cuando el día 13 se ordenó la revista, se comprobó que faltaban trece ingleses. No pudieron ser encontrados, de manera que el grupo partió sin ellos. El Cabildo explicaría luego a Buenos Aires que los trece ausentes pertenecían al sector católico, que se había unido a la celebración de los españoles. Y que eso los ponía en trance de ser acusados de traidores por sus camaradas. Agregaba que luego se presentaron a jurar lealtad al rey de España, voto que se les aceptó por “ser católicos, hombres de bien y útiles al vecindario”.
Pero había otras razones. Un grupo de los británicos había resuelto quedarse en Tucumán, porque se habían enamorado de mujeres tucumanas y querían casarse con ellas.
La prolija búsqueda de Ventura Murga en el archivo de la Catedral de Tucumán encontró la constancia de estos enlaces. Entre mayo y noviembre de 1808 se casaron Thomas Ramsay con Josefa Cayón; Thomas Tucker, con María de la Encarnación Sandibares; Juan Shaw, con Feliciana Villafañe, y Juan Chitham con Teresa Santillán. Otros tres, con los nombres castellanizados de “Juan Francisco Sánchez”, “Juan Francisco Pérez” y “Luis Jorge”, pero con la aclaración de que eran “de nación inglesa”, se casaron respectivamente con Ángela González, Marcelina Araujo y María de los Reyes Benítez.
Más bodas y un bigamo
Otros lo harían en los años inmediatamente siguientes. En 1809, Mariano Larry con María de la Concepción Urquizo; en 1810, José Debs con Trinidad Álvarez; en 1812, Patricio Larry con María del Rosario Quinteros, y Thomas Elliot con María del Rosario Torres. A esta lista, la excelente investigación de Lucio Reales agregó uno más, bendecido en 1811 en la iglesia de Trancas: el de Juan Green con Josefa López.
Varios tuvieron descendencia cuya sangre se propagó en familias que se quedaron en Tucumán o se ramificaron en otras partes del país. De Ramsay, por ejemplo, vienen varias familias tucumanas, como también de Shaw (muchos de cuyos descendientes porteños castellanizaron su apellido como “Schoo”). Algunos hicieron fortuna. El historiador Ramón Leoni Pinto destaca el caso de Elliot: empezó como dependiente de pulpería, luego tuvo su propio negocio y finalmente pasó a tener casa propia, predios en la ciudad y en la campaña, y hasta varios esclavos. Julio P. Ávila apunta que Chitham (a quien los tucumanos pronto conocieron como “Chitón”) no se portó nada bien con su esposa tucumana Teresa Santillán. Se fugó llevándose sus alhajas cuando se descubrió que era bígamo, pues estaba casado en Inglaterra y vivía su esposa. Posiblemente regresó allí.
Agradecidos a Catamarca
En el caso de Catamarca, los 24 prisioneros allí alojados se despidieron afectuosamente al partir. Enviaron al alcalde de primer voto del Cabildo, Nicolás de Sosa y Soria, una larga nota, donde agradecían las consideraciones recibidas, tanto del Gobierno como de la gente. “De todo individuo hemos experimentado el sumo cariño”, decían, y destacaban “al excelente caballero don Feliciano de la Mota“. Por lo tanto, “no hay súbdito británico, desde el primero hasta el último de nosotros, que no quedará por siempre agradecido”.
Pedían “que Dios guarde a Vuestra Merced muchos años y felices y que el mismo Dios haga florecer a esta ciudad de Catamarca en sus giros y comercios y que, últimamente, llegue a levantar su cabeza entre las ciudades más principales de América”. Firmaban el capitán Robert Patrick, el mayor Alexander Forbes, el capitán Robert Arbuthnot, el teniente Alexander Macdonald, el teniente Edmond L’Estrange, y el cirujano James Evans. En una posdata, añadían: “Vuestra Merced dispensará los muchos errores de dicción que se encontrarán en esta carta, pues no somos muy ladinos; pero esperamos que bastante quedará inteligible para echar a ver nuestro afecto”.
El teniente Denett
En su libro “En las tierras de Inti”, Roberto J. Payró, además de transcribir la nota, hace notar que faltaba en ella la firma de un oficial, el teniente John Denett. Es que a Denett le ocurrió algo similar al caso de los trece desertores de Tucumán. Se enamoró de una catamarqueña, Josefa Correa Segura, y se casó con ella.
Lo hizo convertido -según la tradición que recoge Payró- a la fe católica luego de un milagro con que lo favoreció la Virgen del Valle, cuya intercesión le valió encontrar un dinero que le habían confiado sus superiores y que había extraviado. Pero también, dice Payró, acaso Denett “consideró, sin necesidad de intervenciones prodigiosas, que bien valía Josefa el sacrificio de una misa y un bautizo”. Y, después de todo, “el fuego de un par de ojos andaluces en una carita aterciopelada, dorada por el sol catamarqueño, ¿no puede considerarse, muchas veces, prodigiosa intervención?”.
El matrimonio Denett-Correa tuvo amplia descendencia. Entre ella estaba el sacerdote lourdista José Conrado Denett, quien revistó en el Colegio Sagrado Corazón de Tucumán desde 1901 hasta 1923, y que en 1907 fundó el club Argentinos del Norte.