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AMADEO JACQUES. Su tumba, costeada por los alumnos del Nacional de Buenos Aires, en el cementerio de La Recoleta

Una anécdota que narra Arturo Capdevila


LArturo Capdevila, en su “Leopoldo Lugones”, biografía del célebre literato cordobés, narra de paso un episodio nada conocido de la vida del famoso Amadeo Jacques (1813-1865). Como se conoce, el sabio francés estuvo estrechamente vinculado a Tucumán, donde enseñó, en el Colegio San Miguel, desde 1858 hasta 1862. Jacques había emigrado a la Argentina desterrado por el emperador Napoleón III, a causa de sus ideas revolucionarias

La historia que cuenta Capdevila está adornada con mucha literatura, y no cita la fuente de dónde la extrajo: sin duda era una tradición. De todos modos, vale la pena consignarla. Según su relato, Lugones tuvo un tío abuelo sacerdote, fray Miguel López quien, dice, “fue literalmente un santo”. Cierto día, le tocó confesar a Amadeo Jacques. Apunta Capdevila que no era Jacques hombre de confesarse, pero lo forzaron a ello “el amor y las normas de la época”. Sucedía que iba a casarse en esa ciudad, con doña Martina Augier en 1857, y probablemente por eso tuvo que exponer sus pecados.

Quedaron entonces “cara a cara el confesor y el confesante, en el Convento de San Francisco, en la ciudad de Santiago del Estero”. Cuenta Capdevila que “al cabo del doblemente violento examen, el pobre fraile tiene que negar la absolución al intelectual renombrado, porque éste se obstina en no perdonar ante Dios, como debe, a Napoleón III. ¿Qué hacer entonces? Fray Miguel, en su tribulación, sólo atina a postrarse en cruz ante el altar que tiene próximo, mientras lágrimas de dolor y caridad le corren por las marchitas mejillas”. El cuadro impresiona a Amadeo Jacques, quien se le acerca y le dice: “Y bien, fray Miguel, levántese su reverencia. ¡Perdono, perdono, perdono a Napoleón III!”.