Impresiones tucumanas de un inglés.
“No hay ciudad, tal vez, en Sud América, donde el Carnaval sea celebrado con más regocijo y jarana que en Tucumán, porque durante aquellos días se suspenden completamente los trabajos y faenas, y todos asumen la misma jerarquía”. Tal era la impresión que recibió en 1826 el médico inglés Juan H. Scrivener. Así, decía, “se ve al amo y al sirviente, la señora y la criada, los negros y los blancos, todos entremezclados en un gran jubileo y del mejor de los humores”.
La diversión “consiste principalmente en tirar puñados de harina y almidón en polvo, a la cara de aquellos que parecen estar más distraídos; o apedrear a las personas con cáscaras de huevo llenas de agua perfumada, rompiéndolas sobre sus cabezas y hombros, y arrojando baldes de agua desde las ventanas sobre aquellos que pasan bajo los balcones”.
Scrivener vio desfilar a la gente “en grupos, a pie o a caballo, cruzando las calles con abundante harina y cáscaras de huevo con agua perfumada, que llevan en pañuelos, en las puntas de los ponchos y en amplios bolsillos”.
La gente del campo llegaba a San Miguel de Tucumán desde “millas a la redonda” para el Carnaval. “Se acompañan con sus guitarras o sus violines, todos vestidos más o menos fantásticamente y con máscaras horripilantes. Muchos llevan estandartes de colores diferentes y van precedidos por otros con tambores y trompetas; otros cantan sus cielitos predilectos o vociferan a su paladar”. Scrivener evocaba estrofas de Swift para describir esta colorida entrada “con voces altisonantes e instrumentos ensordecedores”.