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JOSÉ EVARISTO URIBURU. El distinguido estadista ataviado de frac, con la banda de presidente de la Nación la gaceta / fotos de archivo

El presidente salteño debió manejarse entre el riesgo inminente de una guerra y con las finanzas públicas descalabradas


El año 1914 fue de grandes ceremonias fúnebres. En agosto murió el presidente Roque Sáenz Peña, y en octubre, con intervalo de pocos días, la muerte tocó la puerta de dos ex presidentes, el general Julio Argentino Roca y el doctor José Evaristo Uriburu. Es justo detenerse en este último: un mandatario de “perfil bajo” a quien los manuales escolares de historia (cuando los había) trataban rápido, como sin darle importancia. Murió hace un siglo, pocos días antes de cumplir los 83 años.

Salteño, nacido en 1831, venía de una familia de guerreros de la Independencia. Sus padres eran el coronel Evaristo de Uriburu y doña Josefa Álvarez de Arenales. Estudió en el Colegio Junín, de Chuquisaca, y se doctoró en Jurisprudencia en la Universidad de Buenos Aires, en 1854.

Volvió entonces a Salta. Entre 1855 y 1862, fue constituyente, legislador, fundador del periódico “El Comercio”, juez en lo Civil y ministro del gobernador José María Todd. Tuvo un paréntesis de cuatro años en Bolivia, como secretario y luego encargado de negocios de la legación argentina.

En la política grande
Salta lo eligió diputado nacional en 1862, y lo reeligió en 1864. Fue vicepresidente y presidente de la Cámara, y se destacó en la defensa del proyecto de federalización de Buenos Aires, durante los ásperos debates que suscitó. Tuvo a maltraer a José Mármol, uno de los diputados contrincantes.

El doctor Marcos Paz, vicepresidente a cargo del Ejecutivo Nacional cuando Bartolomé Mitre permanecía en la Guerra del Paraguay, nombró a Uriburu ministro de Justicia, en 1867. Estuvo en el cargo cuatro meses y dimitió al reasumir Mitre. Su prestigio hizo que Buenos Aires lo eligiera diputado a su Legislatura e integró la Convención Reformadora de la carta bonaerense. Luego presidió la Oficina de Tierras Públicas, y el presidente Domingo Faustino Sarmiento lo designó Procurador General de la Nación. Corría 1873 cuando asumió el cargo de juez federal en Salta.

Años de diplomacia
Pero alentaba una fuerte inclinación por la carrera diplomática, y entre 1874 y 1891 cumpliría importantes destinos en ese ámbito. Fue ministro plenipotenciario en Bolivia, en el Perú y en Chile, y representó a la Argentina en el Congreso Americano de Juristas. Al estallar la Guerra del Pacífico, Uriburu fue uno de los pocos diplomáticos que se quedaron en Lima, cuando esa capital fue tomada por los chilenos. Asiló en la legación a una enorme cantidad de personas, desafiando los riesgos personales a los que se exponía.

Pasó luego a ser ministro en Chile. Ese gobierno y el de Bolivia, lo nombraron árbitro de la Comisión Mixta creada después de la guerra, y sus fallos fueron acatados sin observaciones. Le tocó estar en Santiago cuando una revolución derrocó al presidente José Manuel Balmaceda, en 1891. Lo asiló en la legación y le brindó toda clase de atenciones, pero no pudo impedir que el desesperado ex mandatario se quitara la vida.

Presidente de la Nación
Luego de ese largo tramo en la diplomacia, volvió a la Argentina. La política del “Acuerdo” proclamó su candidatura a vicepresidente de la Nación, como compañero de fórmula del doctor Luis Sáenz Peña. Fueron electos y asumieron el 12 octubre de 1892. Como es sabido, en 1895 dimitió Sáenz Peña, con lo cual el doctor Uriburu se convirtió en presidente de la República.

El país salía de las convulsiones revolucionarias y Uriburu se preocupó por insuflarle algo de tranquilidad. Su primera medida fue la ley de amnistía a los alzados de 1893. La presencia de “acuerdistas” como Roca, Pellegrini o Bernardo de Yrigoyen en el Congreso, le aseguró gobernabilidad.

Como parecía inminente la guerra con Chile, gran parte de su esfuerzo tuvo que dirigirse a reorganizar el Ejército y la Armada, y a disponer grandes movilizaciones militares, como las de Curu Malal, Tandil y Denhey. Compró un acorazado e hizo construir otros dos, el “San Martín” y el “Belgrano”; incorporó a la escuadra la fragata “Sarmiento”; armó una escuadrilla de torpederos y empezó la construcción del Puerto Militar de Bahía Blanca.

Tiempos difíciles
Pero, en medio de aquellos aprestos, no descuidaba la vía diplomática simultánea y, en octubre de 1899, acordó con Chile someter las divergencias de límites al arbitraje de Gran Bretaña. Todo esto envuelto en un clima belicista de la opinión pública, tanto argentina como chilena, que parecían obsesionadas por iniciar la guerra.

Como si fuera poco, Uriburu debió timonear una crítica situación de las finanzas. La encaró practicando estrictas economías en la percepción e inversión de la renta, y cumpliendo rigurosamente con los acreedores internos y externos. De todos modos los gastos bélicos hicieron creer la deuda pública, aunque el sólido comercio exterior dejaba saldos muy favorables.

En las provincias, mantuvo el orden ante conflictos institucionales, con varias –aunque breves- intervenciones federales: dos a Santiago del Estero, dos a La Rioja y dos a San Luis. Organizó en 1895 el II Censo Nacional, que arrojó una cifra de 4.044.911 habitantes en la República, o sea 2.167.421 más que en el I Censo, de 1869.

Leyes y obras
Durante la gestión de Uriburu se convocó la Convención Reformadora de la Constitución Nacional, que sesionó en 1898, y que modificó las proporciones de habitantes para elegir diputados nacionales y aumentó a ocho los cinco ministerios.

Entre las leyes que promulgó, cabe citar la de creación de la Lotería Nacional de Beneficencia; la de Defensa Agrícola, para luchar contra la langosta; la de instalación de la Colonia Nacional de Alienados; la de construcción del Teatro Colón; la de creación de la Prefectura, por ejemplo.

El Museo Nacional de Bellas Artes, la Facultad de Filosofía y Letras porteña, el Colegio Nacional “Mariano Moreno”, se fundaron durante la administración Uriburu, que resolvió también la construcción del ferrocarril a Neuquén y el estudio del que nos uniría con Bolivia.

Retiro
Terminado su gobierno, Uriburu no se retiró de la actividad pública. Aceptó integrar (con Mitre, Bernardo de Yrigoyen, Juan José Romero y Benjamín Victorica) la Comisión Argentino-Chilena que trazó la línea demarcatoria de la Puna de Atacama: fue Uriburu quien sostuvo los derechos argentinos ante el árbitro norteamericano William Buchanan.

Realizó un viaje a Europa y en su transcurso fue elegido senador nacional por la Capital, en 1901. Durante varios periodos desempeñó la presidencia de ese cuerpo y, por ausencia del presidente Julio Argentino Roca y del vice Norberto Quirno Costa, en febrero-marzo de 1903, volvió a ejercer la presidencia de la República. Al año siguiente, el Partido Republicano proclamó la fórmula Uriburu-Guillermo Udaondo, en la elección presidencial donde finalmente triunfó el binomio Manuel Quintana-José Figueroa Alcorta.

El doctor Uriburu terminó su senaduría en 1910. Tenía ya 79 años y muchas décadas de servicios al país. Se retiró entonces al hogar. Se había casado dos veces: en 1857, con su parienta Juana Virginia Uriburu, de quien enviudó en 1871; y en 1878 volvió a casarse, con Leonor de Tezanos Pinto. En total, tuvo siete hijos de ambas nupcias, algunos fallecidos en la infancia. El penúltimo, también llamado José Evaristo, se casó con Agustina Roca, la hija menor del general.

Hombre equilibrado
Era un hombre alto y flaco, de porte serio y distinguido. Usaba anchos bigotes y una larga barba que se hizo rala con los años. Impecablemente vestido, tenía gesto altivo, y una mirada imponente atravesaba el cristal de sus anteojos.

Murió en Buenos Aires el 25 de octubre de 1914, en su casa de la calle Arenales. LA GACETA lo llamó “hombre de primera fila y mandatario probo y honesto”, en la afectuosa nota necrológica que publicó. Fue, dijo, alguien “que no se mareó jamás en las alturas y que conservó su modestia en la cumbre como en el llano”.

Subrayó que “razones de carácter lo mantuvieron con frecuencia alejado del debate político, que no era su elemento ni lo atraía con sus nerviosas turbulencias. Hombre de gabinete y no de comité, a los altos cargos que desempeñara los debió al reconocimiento de los méritos positivos que había en él y a sus innegables condiciones de estadista”.

En síntesis, “fue un espíritu equilibrado y ecuánime, que no se dejó dominar nunca por pasiones de círculo o de partido, lo que le permitió bajar del poder rodeado de la consideración general”.