En 1845, buques argentinos enfrentaron a la poderosa escuadra anglofrancesa, que despreciaba la prohibición de remontar el Paraná. Los invasores forzaron el paso, tras un cruento combate. Pero quedó claro que el país sabía defender su territorio.
La batalla fluvial de la Vuelta de Obligado, del 20 de noviembre de 1845, figura, con justicia, entre los episodios heroicos de la historia argentina. No fue un triunfo, sino una derrota sangrienta. Pero demostró, a las potencias europeas, que nuestro país estaba dispuesto a defender a todo trance su territorio.
Las cosas arrancaban desde fines de la década anterior. El jefe de la Confederación Argentina, general Juan Manuel de Rosas, afrontaba en ese momento luchas en dos frentes. En el norte, guerreaba contra la Confederación de Perú y Bolivia y, en el litoral, contra el general Fructuoso Rivera, del Uruguay, al que apoyaban los numerosos argentinos expatriados: los “salvajes unitarios”, enemigos acérrimos de Rosas.
Bajo pretexto de defender a sus compatriotas residentes, en marzo de 1838 el almirante Louis Leblanc, jefe de la escuadra francesa en el Plata, declaró bloqueado el puerto de Buenos Aires. Las mediaciones diplomáticas no dieron resultado y, en octubre, los franceses se apoderaron de la isla Martín García.
El pacto Mackau
En diciembre, se registró otro avance foráneo, cuando Martigny, ministro francés en Montevideo, acordó una alianza con el uruguayo Rivera y el gobernador de Corrientes, Genaro Berón de Astrada, ambos enemigos de Rosas. El propósito era removerlo del gobierno de la Confederación Argentina.
Como Berón de Astrada fue batido en Pago Largo (1839) y el general unitario Juan Lavalle no pudo invadir Buenos Aires, se iniciaron conversaciones de paz. El barón Mackau, enviado del rey Luis Felipe de Francia, firmó con el ministro argentino Felipe Arana, un pacto donde se levantaba el bloqueo, se devolvía Martín García, se indemnizaba a los franceses perjudicados y se respetaba la independencia del Uruguay; todo “sin perjuicio de sus derechos naturales, toda vez que lo reclamen la justicia, el honor y la seguridad de la Confederación Argentina”.
Calmado de momento el problema con Francia, pudo Rosas dedicarse a sus conflictos internos. Aplastó en 1841 a la Liga del Norte y en 1842 derrotó en Arroyo Grande a Rivera.
Sitio e intervención
Como este marchó a Montevideo, las fuerzas rosistas, mandadas por Manuel Oribe, pusieron sitio a la capital uruguaya, en febrero de 1843. El asedio -conocido como “el sitio grande”- volvió a excitar la injerencia extranjera. Entre los defensores de Montevideo estaban los 2.000 hombres de la Legión Francesa, de Jean Thiebaut, y los 600 de la Legión Italiana, del recién llegado José Garibaldi.
Además del sitio, Rosas declaró cerrado el puerto de Buenos Aires y clausuró la navegación por los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay. A todo esto, en Montevideo, los emigrados gestionaban con insistencia la intervención de Francia y Gran Bretaña para derrocar a Rosas. Promediaba 1845 cuando llegaron los respectivos diplomáticos, el barón Deffaudis y William Gore Ouseley. Afirmando que querían garantizar la independencia uruguaya y terminar con la guerra, exigieron a Rosas levantar el sitio. Como el gobernante argentino se negó, resolvieron intervenir en la contienda.
Poderosa escuadra
Pasaron a Montevideo, reforzaron las defensas del sitio, se apoderaron de la escuadrilla bloqueadora argentina y pusieron sus barcos a cargo de Garibaldi. Este, apoyando a las fuerzas anglofrancesas, tomó Colonia y Martín García, remontó el Uruguay y saqueó el pueblo de Gualeguaychú. En septiembre, Ouseley y Deffaudis declararon bloqueados el puerto y las costas de Buenos Aires.
Y en octubre, organizaron una gran expedición. Querían, para demostrar su poderío, remontar el Paraná -despreciando la prohibición del gobierno- con buques de guerra, y así abrir el camino a naves mercantes que pudieran comerciar con Corrientes y con el Paraguay. En los primeros días de noviembre, zarpó la poderosa escuadra.
Mandada por el inglés Charles Honthan y el francés Francois Trehouart, se componía de 11 buques de guerra con 96 bocas de fuego en sus poderosos cañones, mucho más modernos y sofisticados que los que poseía la Confederación. Además de la dotación de cada nave, llevaban un total de 800 infantes de marina para desembarco. Los seguían barcas carboneras, con un cañón cada una.
Cadenas en la Vuelta
La Confederación Argentina había fortificado el Paraná en varios puntos. La principal defensa estaba en la Vuelta de Obligado, el norte de la provincia de Buenos Aires, entre los actuales pueblos de San Pedro y Ramallo. En ese punto, por donde debía pasar forzosamente la escuadra invasora, el río se estrechaba, de modo que su ancho no llegaba a los 700 metros. La defensa estaba a cargo del general Lucio Norberto Mansilla, padre del luego famoso autor de “Una excursión a los indios ranqueles”. El historiador José María Rosa proporciona una vívida crónica de lo que siguió.
Mansilla tendió de costa a costa tres gruesas cadenas, asentadas sobre 24 lanchones. Montó tres baterías en la ribera derecha, y otras tres después de las cadenas.
Frente a frente
En cuanto a los buques argentinos, todos artillados, estaban sobre las barrancas el Restaurador, al mando de Álvaro Alsogaray; el General Brown, comandado por Eduardo Brown; a nivel del río, el General Mansilla, que capitaneaba Felipe Palacios. Después de las cadenas, se hallaba la batería Manuelita, que dirigía Juan Bautista Thorne.
El total de bocas de fuego argentinas era de 30, atendidas por 160 artilleros, y un buque de guerra, el Republicano, de Thomas Craig, cuidaba las cadenas. En las trincheras de la Confederación, estaban listos unos 2.000 hombres, entre soldados y milicianos.
La vanguardia de la escuadra anglofrancesa llegó el 18 de noviembre y se detuvo fuera del alcance de los cañones. La lluvia y la niebla le impidieron toda actividad, durante los siguientes dos días. Amanecía el 20 de noviembre de 1845, cuando los invasores se dispusieron al ataque, que empezó efectivamente hacia las ocho y media de la mañana.
Empieza la batalla
El general Mansilla proclamó a la tropa. “¡Allá los tienen! Consideren el insulto que hacen a la soberanía de nuestra patria al navegar, sin más título que la fuerza, las aguas de un río que corre por territorio de nuestro país. ¡Pero no lo conseguirán impunemente! ¡Tremola en el Paraná el pabellón azul y blanco y debemos morir todos antes que verlo bajar de donde flamea!”, dijo con voz vibrante.
La banda del regimiento Patricios ejecutó el Himno Nacional, que corearon todos. Cuando vio a tiro el primer buque francés, con un “¡viva la patria!” Mansilla ordenó romper el fuego. Se inició un auténtico infierno de cañonazos. De pronto, cesó el viento. Eso impidió a la San Martín (nave argentina capturada en Montevideo) ponerse a distancia suficiente como para cortar las cadenas, y debió anclar. Así detenida, sufrió el cerrado cañoneo de las fuerzas argentinas, que terminó cortando la cadena de su ancla. La corriente arrastró la fragata río abajo, hecha una criba. El fuego argentino también averió seriamente al Dolphin y a la Pandour, que se retiraron.
Furioso cañoneo
Entonces, avanzaron los vapores anglofranceses. Las cadenas eran defendidas por el Republicano, de Craig, que resistió hasta quedar sin municiones. Su capitán optó por hacerlo estallar para que no lo capturasen. Ya habían transcurrido cuatro horas y media de combate, y las cadenas sobre el río seguían firmes.
El Fulton, con sus poderosos cañones, intentó cortarlas dos veces, pero debió retirarse cuando el fuego de los defensores ultimó a su maquinista y averió su casco. Finalmente, los precisos disparos del Firebrand, del capitán Hope, pudieron cortarlas, y cruzó, seguido por el Gorgon.
En ese momento, volvió a soplar el viento. Los vapores pudieron moverse, y pasaron sucesivamente, por el claro abierto, el Expeditive, el Cadmus y el Procide. Los certeros cañonazos de Trehouart destrozaron la batería argentina Manuelita, en tanto Sullivan tiraba al sesgo sobre las otras.
A las tres de la tarde, ya los argentinos habían agotado sus municiones. Desde el Restaurador, Alsogaray disparó la última andanada. Serían las seis cuando los invasores desembarcaron. Mansilla cayó herido, tras ordenar la carga a la bayoneta. Esta, aunque se produjo bajo el fuego que hacían los barcos alineados, fue tan impetuosa que los ingleses se retiraron hacia los botes.
Pero inmediatamente desembarcaron más refuerzos. Al oscurecer, el segundo de Mansilla, coronel Francisco Crespo, no tuvo más remedio que ordenar el repliegue. Estaba terminado el combate de la Vuelta de Obligado. La escuadra anglofrancesa había forzado el paso y remontaba el Paraná. Los argentinos tuvieron 250 muertos y 400 heridos, lo que representaba la tercera parte de sus fuerzas.
El corvo para Rosas
La cuestión con Francia y Gran Bretaña se prolongaría bastante tiempo más. Terminó recién, en lo que a los ingleses se refería, en 1849, con el pacto firmado por Henry Southern. Los franceses suscribieron uno similar en 1850, a través del contraalmirante Le Prédour.
La Vuelta de Obligado tuvo enorme repercusión. El general José de San Martín escribió a Rosas para felicitarlo por su actitud. Y, en el testamento, resolvió legar su famoso sable corvo “al general de la República Argentina, Juan Manuel de Rosas, como una prueba de la satisfacción que como argentino he tenido, al ver la firmeza con que ha sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los extranjeros que trataban de humillarla”.