Su caballo cayó al fondo de una quebrada y rescataron al jinete, malherido, varios días después.
Alguna vez nos hemos ocupado en esta columna (ver “De memoria”, 24 de junio de 2012) de la azarosa vida de José María del Campo. Intentamos hoy dar noticias más detalladas de la trágica muerte del caudillo, varias veces gobernador de Tucumán y jefe de memorables batallas contra los “federales”. La gente lo conocía como “El Cura Campo”, a pesar de que había abandonado la condición eclesiástica varias décadas atrás.
Corría el año 1884. A los 56 años, el “cura” era un viejo para la época. Su contextura hercúlea se había esfumado. Los achaques de la salud le habían hinchado los pies, al extremo de ya no poder calzarse otra cosa que zapatillas de paño. Pero todavía, cuando lo veían pasar a caballo, con el sombrero echado hacia atrás y meneando su famoso látigo, nadie dejaba de notar y comentar su presencia. Mientras, él seguía su camino, al tranco largo, con la mirada distraída, rumiando quién sabe qué pensamientos.
Sin noticias
El domingo 30 de marzo de 1884, partió a caballo, desde su casa de la ciudad, bien temprano. Lo acompañaban dos chiquilines montados en una mula. Ya no le gustaba andar solo. Temía que se le repitiese el susto circulatorio que lo acometió en 1877 y del que zafó no sin secuelas. Iba rumbo a su estancia de la zona de Potrero de las Tablas: una propiedad importante, donde dicen que tenía 1.500 cabezas de ganado. Acaso planeaba detenerse un rato en la finca de El Manantial. Alguno lo vieron pasar, cuando todavía corría aire fresco.
Transcurrieron los días y el 10 de abril, Jueves Santo, empezó a correr por la ciudad el rumor de que Campo había desaparecido. No había llegado nunca al Potrero de las Tablas y, decía el diario “El Orden”, en “punto alguno de los dos caminos por donde solía ir, se encontró quién pudiera dar razón de su existencia, ni de las criaturas que lo acompañaban”.
Vivo y malherido
Los vecinos de la ciudad prodigaban los comentarios y las conjeturas. Por supuesto, les parecía improbable que alguien se hubiera atrevido a asaltarlo. Todos recordaban cómo Campo dominó, a puntapiés y sillazos, a tres facinerosos armados con revólveres y cuchillos que lo quisieron robar en El Manantial, allá por 1873. Pero era evidente que algo extraño había ocurrido y los rumores se hicieron cada vez más caprichosos. Alguien llegó a fabular que su amigo Gabriel Paz lo había encontrado degollado en el camino.
A las cinco de la tarde de ese Jueves Santo, la familia Campo pidió a la Policía que recorriera el camino al Potrero de las Tablas, para averiguar qué había ocurrido. Los agentes partieron con esa misión y, contaba el diario, encontraron a Campo “vivo, en el fondo de una quebrada solitaria. Allí cayó, con caballo y todo, a consecuencia de la poca solidez del terreno que pisaba”. Sus acompañantes, al verlo desbarrancarse, desmontaron y corrieron a su lado.
La muerte
“Permanecieron nada menos que 13 días en esa situación, soportando la lluvia y la humedad, sin otro alimento que unas cuantas galletas y un poco de vino”, que Campo llevaba en las alforjas. Ni qué decir que tan prolongado tiempo a la intemperie y sin asistencia médica, selló la suerte del accidentado.
Se supo dónde estaba gracias a un leñador, que recorría el cerro en su búsqueda y de tanto en tanto lo llamaba a gritos. En un momento dado, los chicos lo oyeron y gritaron a su vez, con lo que el leñador pudo indicar a los policías el sitio preciso. “Con bastante trabajo”, narra “El Orden”, pudieron izar a Campo desde el fondo de la quebrada, que tendría unos diez metros de profundidad.
El teniente Herrera, que mandaba el grupo, hizo fabricar una rudimentaria camilla con piezas de lienzo, y así lo trajeron a la ciudad. Se hallaba “en un estado verdaderamente lastimoso”, decía el periodista, ya que a su gran debilidad se agregaban las serias contusiones producidas por la caída. Poco pudieron hacer los médicos. El Domingo de Pascua, 13 de abril de 1884, dejó de existir José María del Campo.
Las exequias
En el momento supremo, arregló sus cuentas con Dios, y murió “en la comunión de la Santa Iglesia, después de haber recibido la absolución y el sacramento de la extremaunción”, que le administró el padre Audelino Pérez, ayudante del párroco de la Catedral.
Lo enterraron en el cementerio del Oeste el lunes 14, a las 9 y media de la mañana. En las exequias, se congregó una multitud de personas que querían despedir al recio jefe militar de los liberales. La crónica nombraba, entre los presentes, a los doctores Próspero García, Ángel M. Gordillo y José Antonio García,; a Rufino Cossio, Abraham Medina, Pedro Alurralde, Julián Murga, Gabriel Paz, por ejemplo. Estaban también el presbítero Estratón Colombres, fray Ángel María Boisdron y varios miembros de las comunidades de los dominicos y de los franciscanos.
Azotes al cajón
Juan Alfonso Carrizo contaba una anécdota que oyó sobre esa ceremonia. Al padre Boisdron, encargado del responso fúnebre, le pareció que, aunque Campo se hubiera reconciliado con la religión, de algún modo había que satisfacer la vindicta pública, ante esa concurrencia que había sido testigo de la libérrima y nada discreta vida sentimental del caudillo. Entonces, se sacó la estola y aplicó unos azotes al cajón, antes de que lo colocaran en el mausoleo.
Campo había sido senador nacional por Tucumán en 1864, completando el período de Agustín Justo de la Vega, y renunció en 1866 para ser ministro del gobernador Wenceslao Posse. Fue siempre fiel a la política del general Bartolomé Mitre, quien le guardaba estima y respeto.
Elogio de Mitre
A su muerte, en “La Nación”, el general lo despidió con elogios. “Ha librado cien batallas, defendiéndose de invasiones o invadiendo con entereza incomparable: ha sido un hombre a carta cabal. Gran caudillo tucumano, fue extraordinario… Cayó en la soledad de la montaña sin poder levantar su persona, él que había podido levantar un pueblo. Esperó a la muerte con la fe con que aguardó la redención de Tucumán”, escribió Mitre.
Los restos del “Cura Campo” ya no se encuentran en el Cementerio del Oeste. Según nuestras noticias, en octubre de 1904 su parienta, doña Josefa del Campo de Posse (esposa del célebre periodista Benjamín Posse) los colocó en una urna que trasladó a Buenos Aires, para inhumarla en el cementerio de la ciudad de Flores. Allí estaría actualmente.