Caprichoso mosaico de arbitrariedades.
Días pasados, un editorial de LA GACETA se refería a la falta de numeración de los domicilios. Un artículo de “El Orden”, del 15 de mayo de 1907, tocaba justamente ese tema. Recordaba que la numeración se dispuso “hace ya muchos años”, pero desde entonces había cambiado tanto la edificación, que “la mitad de las casas” carece del número que les corresponde.
“De grandes casas antiguas se han hecho dos o tres; se han aumentado las puertas en otras, se ha edificado mucho en sitios baldíos, y allí donde ni se pensaba levantar una vivienda se han construido casas para habitación y comercio”, apuntaba el periodista.
Ese cambio obligaba, decía, a “una modificación completa de la numeración, desde que hoy sólo se presta a confusiones, errores y, en determinados casos, a engaños”. Los nuevos edificios “no tienen número o, si lo tienen, es a capricho: un mero cálculo del inquilino o del propietario. De manera que quien quiere guiarse por la numeración pierde muchas veces el tiempo y, por fin, le resulta más cómodo preguntar en el almacén de la esquina dónde vive Fulano de Tal, ni más ni menos que antaño”.
Agregaba que la numeración antojadiza ofrecía un curioso mosaico. “Mientras unos se han contentado con señalar el número en la pared con pintura roja, azul o negra, otros han echado mano de tablillas viejas de todas las formas y tamaños, hasta de las que se usaban antiguamente”. Y en algunas cuadras, “se adoptó el número subsiguiente al del vecino, de manera que en una misma vereda se ven, uno al lado de otro, números pares e impares”.