Un recuerdo personal de gratos tiempos
Acaban de demoler la casa de Junín 130. Una valla cierra ahora el baldío, donde en cualquier momento se erigirá un edificio. Espero que el lector perdone el tono personal de las líneas que siguen.
La casa databa de comienzos del siglo XX y tenía su historia. Era una de las propiedades urbanas de la familia Salvatierra Frías. En la sucesión de su madre, doña Elvira Salvatierra, le tocó al doctor Ernesto Padilla, hijo del gobernador de ese nombre. Luego fue adquirida por don Luis Colombres Garmendia, hijo de doña Genuaria Salvatierra. Residió allí con su señora, doña Josefina Rougés, y sus nueve hijos, hasta su muerte, en 1972. Me detengo allí.
No era un palacio, sino simplemente una buena, sólida y elegante casa de su tiempo: habitaciones grandes amobladas con distinción, techos altos, amplios patios con galerías. Estudié los últimos años de la carrera de abogado con Luis e Ignacio Colombres Garmendia, dueños de casa, y Pedro León Cornet, de noche. Lo hacíamos en la sala cuyo balcón daba a la calle. Contábamos con una buena mesa, cercana a los sillones, esa permanente tentación para dormir. La gran chimenea se encendía en invierno. Desde lo alto, nos miraban venerables retratos de antepasados.
No tengo espacio para describir lo bien que la pasábamos en Junín 130, ni la calidez de la hospitalidad de sus dueños. Pero esos años quedaron prendidos a las entretelas de mi corazón. Todos tenemos una cartografía personal de la ciudad que habitamos: en ella están marcados a fuego los lugares de los júbilos y los de las tristezas. En el mapa que me corresponde, Junín 130 figura como punto de máxima felicidad. Por eso me dolió pasar por el baldío.