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EN MEDIO DEL YUYAL. La foto de Ángel Paganelli, de 1872, muestra la pirámide, aún de mampostería.

Manuel Belgrano, para celebrar el triunfo de Chacabuco, hizo levantar el obelisco que existe hasta hoy.


La victoria de Chacabuco en 1817, según las memorias del general José María Paz, “fue celebrada en Tucumán con locura”, y el general Belgrano “hizo levantar un monumento para perpetuar su memoria”, en la zona de La Ciudadela. Es la pirámide que se conserva en la hoy plaza Belgrano, y que es nuestro más antiguo monumento. Al levantarla, Belgrano –narra Bartolomé Mitre- manifestó a San Martín que “los pueblos y ejército de mi mando, llenos de júbilo, ven en V.E. al libertador de Chile, y le dan las gracias por el beneficio que deben a sus nobles esfuerzos, felicitándolo conmigo, igualmente que a sus compañeros de armas, que han sabido seguir sus huellas para cubrir de gloria las armas de la Nación”.

El obelisco que erigió Belgrano era de ladrillo. Cuando el general se alejó de Tucumán y sobrevinieron las guerras civiles, toda esa zona cayó en el mayor abandono. Un abandono que afectó tanto a la pirámide, como al cercano fuerte de La Ciudadela (que San Martín había levantado en 1814) y hasta la misma humilde casa que edificó Belgrano para su habitación: fuerte y casa se derrumbaron lentamente.

Visión de Alberdi

En 1834, el joven Juan Bautista Alberdi, en su “Memoria descriptiva sobre Tucumán”, se refirió en tono entristecido a la pirámide (que él llamaba, equivocadamente, “pirámide de Mayo”). Decía que “más bien parece un monumento de soledad y de muerte. Yo la vi en un tiempo circundada de rosas y alegría; hoy es devorada de una triste soledad”. Agregaba que la pirámide se alzaba al fin de “una alameda formada por una calle de media legua de álamos y mirtos”. Y decía que “un hilo de agua que antes fertilizaba estas delicias, hoy atraviesa solitario por entre ruinas”. La descripción del futuro autor de las “Bases” muestra que, en su niñez –nació en 1810- con la alameda y el arroyuelo, el paraje debía ser un sitio preferido por los paseantes.

Luego de este testimonio, los años siguieron transcurriendo sin que nadie se ocupara de la pirámide. Dado que la plaza no existía, el monumento seguía en pie como de milagro, en medio de altos matorrales. Así estuvieron las cosas hasta que, en 1858, volvió a Tucumán, después de un largo exilio en Chile, un ex oficial de Belgrano, el coronel Emidio Salvigni.

Primer arreglo

Ni bien vio la pirámide en ese estado, se dirigió por nota del 12 de junio al jefe de policía. Expresaba Salvigni que había sido testigo de la colocación de la piedra basal de ese monumento y que, como ahora lo veía “próximo a sucumbir por las injurias del tiempo”, ofrecía repararlo de su bolsillo y rodearlo de “una verja de fierro”.

El gobernador de la provincia, coronel doctor Marcos Paz, aceptó la propuesta, y por decreto del día 13 fue más allá. Dispuso que en ese lugar, tomando la pirámide como centro, se delinearía una plaza con el nombre de “General Belgrano”. La plaza se inauguraría mucho después, en una gran ceremonia, el 9 de julio de 1878.

Según el “Álbum Argentino”, de 1910, en ese momento la pirámide tenía largas inscripciones en cada una de sus caras. Al norte, decía: “La independencia de la República Argentina se juró en este suelo, que sirvió de tumba a los tiranos”. La del sur: “A la jornada de Chacabuco la consagró el general en jefe del Ejército Auxiliar del Perú, don Manuel Belgrano”. Al naciente: “La República Argentina, fuerte y feliz por la Constitución de mayo, que debe al ilustre presidente Urquiza, vea su nombre restaurado este monumento”. Y al oeste: “En este campo el ilustre general Belgrano venció al ejército español en la batalla del 24 de septiembre de 1812”.

Funda de mármol

Siguió pasando implacable el tiempo. Corría 1877 cuando el estanciero porteño Andrés Egaña decidió costear un arreglo sustancial del obelisco, que destacara verdaderamente el testimonio de Belgrano. Contrató a ese efecto al escultor suizo José Allio (1843-1929), residente en Córdoba, y le encargó rediseñar la pirámide de Chacabuco.

Probablemente la hizo más alta y con más cuerpo, dándole la forma clásica de estos monumentos, además de adosarle una esfera de metal como remate. Esto además de recubrirla con los mármoles que existen hasta hoy. Hace unos años, Santiago Allio, bisnieto del escultor, nos exhibió un recibo que extendió a su antepasado el coronel Donato Álvarez, intendente de la VIII Sección Militar. Allí, el 18 de agosto de 1877, en Tucumán, certificaba Álvarez “que el escultor José Allio ha terminado la obra de la Pirámide de La Ciudadela, con arreglo al contrato celebrado con el señor D. Andrés Egaña y firmado por el suscripto en la ciudad de Córdoba, cuya obra yo he recibido”. El recibo fue transcripto en la edición de 26 de agosto en el diario “El Eco de Córdoba”.

Curiosas leyendas

En la remodelación de Allio, las inscripciones originales desaparecieron. Fueron reemplazadas por otras distintas, una en cada cara. Expresaban, respectivamente: “General Belgrano. 1812”; “1812. General Eustoquio Díaz Vélez”; “Tucumán. Bernardo Monteagudo”, y “1840. Marco Avellaneda”. Como se advierte, se trata de nombres muy próceres pero caprichosos, ya que ni Belgrano ni Díaz Vélez, ni Monteagudo, estuvieron vinculados a Chacabuco. Ni menos Marco Avellaneda, que cuando ocurrió la famosa batalla era un niño de apenas cuatro años….

La explicación del asunto consta en un episodio de 1898. Ese año, el intendente municipal Zenón J. Santillán dispuso arreglar la pirámide, por estar roto uno de los mármoles. Dispuso que, sin alterarse las inscripciones existentes, se agregara otra explicando que el monumento se dedicaba a Chacabuco.

La razonable idea de Santillán fue aprovechada por sus opositores para desencadenar una tormenta en su contra, en el Concejo Deliberante. Lo acusaron de agraviar a próceres, fue interpelado y concurrió al recinto a hacer su descargo.

Un descargo

Allí, Santillán recordó que, cuando Egaña donó los mármoles, se los envió a Allio, a Tucumán, con las arbitrarias inscripciones ya grabadas. Y como nadie dijo nada, así quedaron. Santillán afirmó que no pensaba alterar leyendas ya aceptadas por la tradición, sino simplemente agregarles la dedicatoria del monumento, que faltaban.

Rechazó indignado la imputación de que quería oscurecer la memoria de los personajes allí honrados. Manifestó que, además de venerarlos como argentino y como tucumano, lo unían a todos ellos fuertes vinculaciones personales. Narró que su padre había trabajado en el negocio que Díaz Vélez abrió en Buenos Aires al retirarse del ejército; que Belgrano había sido dilecto amigo de su abuelo paterno, mientras el materno peleó, con grado de capitán, en la batalla del 24 de septiembre. Y que, finalmente, Marco Avellaneda, había sido amigo de sus padres y de sus tíos, “vinculaciones perpetuadas hasta hoy, siendo para mí un culto la memoria de su hijo Nicolás, el ex presidente de la República”.

El Concejo aplaudió calurosamente la réplica de Santillán y se dio por satisfecho. Pero, días después, rechazó toda innovación en las placas, disponiendo que quedasen las leyendas que estaban y que así siguen hasta hoy.

Pieza venerable

En cuanto a la verja de Salvigni, desapareció hace muchos años, en una de esas remodelaciones que las intendencias municipales acometen de tanto en tanto, y que con frecuencia no hacen más que dañar el patrimonio. En realidad, la plaza dispuesta por Marcos Paz en 1858, siguió siendo un yuyal hasta que se inauguró. Así lo muestra la fotografía de Ángel Paganelli que publicó Arsenio Granillo en su “Provincia de Tucumán”, de 1872. Recién ese año se dispuso amojonarla, disposición reiterada en 1877, y en 1878, cuando la inauguración, se encargó al concejal Ángel Cruz Padilla “su formación y embellecimiento”.

En 2012, con motivo del bicentenario de la batalla de Tucumán, se llevó a cabo un arreglo a fondo de la plaza Belgrano y de su ajuar. Quedó notablemente embellecida. Los mármoles de la pirámide fueron pulidos sin modificar las leyendas. Es de esperar que se siga respetando ese obelisco que constituye, repetimos, no sólo un homenaje de Belgrano a la primera victoria sanmartiniana en Chile, sino que es también el primer monumento público con que contó nuestra ciudad.