Por sus méritos y a su pedido, el Congreso la otorgó a don Salvador de Alberdi, padre del prócer
En 1816, ni bien se reunió (marzo) el Congreso de las Provincias Unidas, para todos era inminente la declaración de la Independencia. Cuando así ocurriese, resultaba obvio que los ciudadanos de la nueva nación serían solamente los que hubieran nacido en su vasto territorio. Los europeos que quisieran adquirir tal condición, debían solicitar al Congreso la carta de ciudadanía.
Es lo que se apresuró a hacer don Salvador de Alberdi, un comerciante español residente desde tres décadas atrás en San Miguel de Tucumán. El 1 de junio, el Congreso consideró la nota en la cual Alberdi, “haciendo presente su decidida adhesión a la causa de América, comprobada con notorios servicios que expone, pide carta de ciudadano”, decía la crónica de “El Redactor”.
Pedido al Congreso
La presentación fue tratada en la sesión del 5. Algunos diputados propusieron que “se la otorgase inmediatamente, en atención a lo notorio y relevante de sus méritos”. Pero otros dijeron que “para guardar el orden, formalidad y circunspección necesarios en la concesión de una gracia de tan alta clase”, había que pedir, al Cabido de Tucumán, informe sobre los méritos del solicitante. Se acordó, entonces, contestar a Alberdi que “instruyese en forma su solicitud”.
De paso, el Congreso divisó en el tema la oportunidad de recaudar fondos, y dispuso que, tanto en este caso como en los que pudieran venir, “se cobre el derecho de media anata”.
El asunto quedó allí. Un mes más tarde se declaraba la Independencia, y luego el tiempo siguió corriendo. Recién el 29 de octubre volvió a tratarse la solicitud. Ya estaba en poder de los congresales el expediente de don Salvador, engrosado con los informes del caso.
La primera carta
Los diputados –dice “El Redactor”- consideraron “suficiente mérito” el que resultaba “de las justificaciones e informes que ha producido”. Y acordaron que se expidiera a don Salvador Alberdi, “carta de ciudadanía en términos que le hagan honor, para estímulo de los demás de su clase”.
Era la primera carta que otorgaba el Congreso. Luego, el 15 de enero de 1817, en la penúltima sesión publica desarrollada en Tucumán, la acordó también, por “sus relevantes servicios”, a José María Aguirre, Manuel José Torrens, Marcos Miranda de Conderina y José Velarde. A los tres primeros, se los eximió del impuesto “por especial gracia”, y con la salvedad de que los diputados Teodoro Sánchez de Bustamante y José Pacheco de Melo añadieran, a los informes sobre Torrens y Aguirre, “el informe verbal que han hecho acreditando su mérito”. No deja de extrañar que don Salvador, en cambio, pagase la “media anata”.
Hombre de Vizcaya
Ya mudado el Congreso a Buenos Aires, el 4 de julio de 1817 se consideró otra presentación de Alberdi. Se quejaba de que la Tesorería de Tucumán, “poniéndolo al nivel de los realistas que hay en aquella ciudad, le perjudica en las prerrogativas que como ciudadano le corresponden”. El cuerpo entendió que era “un asunto particular” y lo giró al Director Supremo.
Vale la pena pasar la mirada sobre don Salvador Alberdi. El texto autobiográfico “Mi vida privada” (1874) de su ilustre hijo Juan Bautista, más las referencias de Jorge Mayer en “Alberdi y su tiempo” (1863), las crónicas de “El Redactor” y las precisiones genealógicas de Ventura Murga, permiten perfilar su interesante vida.
“Mi padre era de Vizcaya, de padres vizcaínos, y pasó a Buenos Aires siendo ya hombre, no como emigrado sino como el que cambia de domicilio en su país mismo”, escribió Juan Bautista, el menor de los seis hijos que tuvo don Salvador –hijo de Manuel Alberdi y Magdalena Gaña- en su matrimonio (1790) con la tucumana Josefa de Aráoz y Valderrama, niña de una de las principales familias de la ciudad.
En Tucumán
Dos de los vástagos murieron en la infancia: María del Rosario, a horas de nacida, e Ignacio, cuando llegaba al uso de razón. Luego estaban Felipe (1801-1833), soltero; Manuel Ventura, también fallecido soltero; María del Tránsito, quien se casaría con Ildefonso García y fue madre de tres hijos, y finalmente el célebre Juan Bautista, tras cuyo alumbramiento murió la madre, a los pocos meses.
Don Salvador había llegado al Plata en la penúltima década del siglo XVIII. Ya estaba en Buenos Aires en 1778. Figura en el padrón levantado allí ese año, como “de 21 años, soltero, comerciante”. Motivos de salud lo habrían llevado luego a San Miguel de Tucumán, donde se afincó y se casó con doña Josefa.
Según su hijo, ella era “de alta estatura, delgada, rubia”, y “con afición y talento para la poesía”. Contrastaba físicamente con don Salvador, “hombre de pequeña estatura, cabello negro, cuerpo enjuto y ágil”.
Frente a la plaza
Alberdi tenía inclinación por los politólogos franceses, y los leía. Pero -siempre según su hijo- hablaba el francés “tan bien o tan mal, si se quiere, como el castellano, pues los vascos no son fuertes en la lengua de Cervantes”. Agrega, en cuanto al carácter, que tenía fuertemente arraigado “el sentimiento de la individualidad personal”.
La casa familiar de don Salvador, con la importante tienda anexa, se alzaba en la hoy calle 25 de Mayo, frente a la actual plaza Independencia, tres propiedades al sur del Cabildo. Era una vivienda “grande, con el zaguán en la parte norte y dos piezas con puerta sobre la plaza; el patio sin enladrillar y las piezas interiores con ventanas al patio”, la describió José R. Fierro, a pedido de Paul Groussac.
Era un vecino de la “clase principal”. Se lo designó delegado del Consulado de Buenos Aires en 1803, y fue autor, en ese carácter, de un minucioso informe económico sobre Tucumán.
Patriota siempre
Al año siguiente, representó a los pulperos de la ciudad, en sus agravios contra Francisco Monteagudo y José M. Huergo, que monopolizaban el aguardiente. Hacia la misma época, se destacó como entusiasta propagandista del nuevo camino que iba “desde el Río Seco de San Miguel hasta la estancia que llaman del Quebracho”.
Al ocurrir las invasiones Inglesas, en 1806, se alistó como capitán de la Segunda Compañía del Cuerpo de Voluntarios que iba a marchar “en socorro de la capital”.
Producida la revolución, desde la primera hora se alineó con los patriotas. Juró en 1811 obediencia a la Junta y en 1813 a la Asamblea, además de adelantar fondos para pertrechar el ejército. En 1816, el año de su ciudadanía, fue regidor decano del Cabildo.
Recuerda Juan Bautista que el general Manuel Belgrano frecuentaba su casa. Además, don Salvador buscaba difundir los fundamentos de la revolución. En reuniones privadas, explicaba a los jóvenes “los principios y máximas del gobierno republicano, según el ‘Contrato Social’ de Rousseau, tomado por texto”. Vale la pena recordar que ese libro fue mandado reimprimir por Mariano Moreno en Buenos Aires, en 1810, por considerarlo un importante aporte doctrinal.
Muerte súbita
Llegados los tiempos de la guerra civil, integró con Pedro Cayetano Rodríguez, Clemente Zavaleta y José Agustín Molina, la comisión que logró el armisticio –luego desautorizado- del 2 de marzo de 1821, para que cesara la guerra con Salta.
Era miembro de la asamblea ante la cual su pariente político, Bernabé Aráoz, reasumió al gobierno, el 3 de marzo de 1823. Según su hijo, justo en el momento en que se iba a firmar al acta que investía a don Bernabé con facultades extraordinarias, “se sintió enfermo, dejó la pluma sin firmar, se retiró a su casa y murió en la misma noche”.
El inventario de su expediente sucesorio, revela no solamente la importancia de su tienda. También atestigua su cultura, ya que poseía una biblioteca nada común para esos tiempos. Figuran en la lista, por ejemplo, junto al “Quijote”, el “Gil Blas” y el “Telémaco”, la “Historia de Alejandro Magno”, de Quinto Curcio; los 35 tomos del “Semanario Erudito” de Valladares, y una obra del Abate Raynal (sin duda la “Histoire des Deux Indes”), además de diccionarios y atlas. No se conoce retrato alguno de don Salvador.