Admiración de Miguel Cané en 1876
La vegetación del pie de San Javier deslumbró a Miguel Cané en su visita de 1876. “La selva de la Yerba Buena”, la denominaba el autor de “Juvenilia” en el artículo que redactó para “La Tribuna”. Nunca había visto -a pesar de haber recorrido selvas del Brasil y de Europa- algo semejante.
“Laureles gigantescos, cuyo tronco formidable mide tres o cuatro metros de circunferencia, levantándose al cielo arrogantes y esbeltos; lianas y enredaderas monstruosas que los cubren por completo, cayendo desde su copa en brazos sueltos de cinco a seis pulgadas de espesor, meciéndose lánguidamente bajo la acción del viento; miles de parásitos incrustados en el árbol y viviendo de la generosa vida del gigante, especie de cactus arraigados en la bifurcación de sus brazos, conservando en su espléndido tallo el agua fresca y cristalina que apagaría la sed del viajero, si un arroyo que parece correr sobre un lecho de diamantes no bajara serpenteando caprichosamente”, describía.
Divisaba “naranjos silvestres que embalsaman el aire y encantan la vista con sus frutos de oro”. También, “el nogal silvestre que a su vez parece pugnar en tamaño con los titánicos laureles”. O “el arrayán, que ostenta su pequeña fruta roja, como rubíes engarzados en hojas de esmeralda”. En fin, “una vegetación vaga, indefinida, indescriptible, que se levanta conducida hasta mil pies del suelo, con mil colores, con flores de toda especie”.
Esto entre precipicios profundos cuyo fondo no se alcanza a ver. Y luego, “allá, a lo lejos, al pie de la montaña, el valle entero de Tucumán surcado por mil ríos que dibujan sobre el verde elegantísimos filamentos de plata”.