Al comienzo, había desdén y hostilidad.
La Universidad de Tucumán abrió sus puertas, como se sabe, en 1914, y se nacionalizó en 1921. Prácticamente sus primeras dos décadas y media de vida transcurrieron entre problemas. Además del financiero, estaba el de la indiferencia y la hostilidad. Ricardo Rojas advertía, a poco de inaugurarse la casa, que “esta nueva Universidad ha sido recibida con prevención y tácita desconfianza por ciertas esferas de la República”. Y deploraba que pesen sobre el país “dos analfabetismos: el inerte de las campañas donde, no obstante, suele haber labriegos capaces de pedir escuelas, y el presuntuoso analfabetismo de las ciudades, donde parece haber laureados capaces de combatirlas”.
Testigo calificado de esos primeros años, el doctor Adolfo Rovelli recordaba que en Tucumán “había una oposición terrible” contra la Universidad. La gente hasta se burlaba, y preguntaba “quiénes van a enseñar, en dónde van a enseñar y con qué van a enseñar”.
Uno de sus primeros alumnos, el ingeniero Segundo Villarreal, recordaba que muchos consideraban a la Universidad como “un juguete” que el gobernador Ernesto Padilla había “regalado” al fundador Juan B. Terán para que “se divirtiera”.
Al debatirse el presupuesto en la Legislatura, dijo un diputado: “Una de las partidas bonitas es la invertida a favor de la Universidad. Aunque yo pienso que esa Universidad es una farolería, se le ha dado casi otro tanto igual a lo que el presupuesto le asigna. Yo no sé si será condescendencia con el rector que actualmente la maneja”.