El diputado Cayetano Rodríguez y el prosecretario José Agustín Molina en Tucumán
Una buena cantidad de los congresales reunidos en Tucumán en 1816 se conocían de antes. El haber estudiado en las Universidades de Chuquisaca o de Córdoba; la condición eclesiástica; el haber desempeñado juntos funciones oficiales y en ocasiones el parentesco, los habían acercado en algún momento, generando -si no siempre amistad- por lo menos trato considerado. Pero existía especial y antigua amistad entre dos miembros del Congreso: el diputado fray Cayetano José Rodríguez, porteño, y el prosecretario, presbítero doctor José Agustín Molina, tucumano. Tenían gran diferencia de edad: Rodríguez contaba 55 años por entonces, contra los 43 de Molina. Se habían conocido en Córdoba, éste como alumno y aquel como profesor. A pesar de lo escaso de sus encuentros posteriores, mantuvieron una fraternal relación, como lo comprueban las cartas que intercambiaron.
En 2008, la Academia Nacional de la Historia editó “Fray Cayetano Rodríguez. Correspondencia con el Dr. José Agustín Molina (1812-1820)”. El tomo compiló ese valioso epistolario, que estaba en poder del historiador Juan Isidro Quesada, con un cuidadoso estudio preliminar de Susana R Frías. Son misivas de sumo interés por la confianza con que fueron escritas, cargadas de juicios francos sobre los personajes y sobre la política de las Provincias Unidas.
La sede elegida
En lo que al Congreso de Tucumán respecta, al parecer Molina no estaba de acuerdo con que se realizara en su provincia. Sobre el asunto, Rodríguez se apresuró a contradecirlo, el 10 de septiembre de 1815: “Ahora encuentras mil escollos en que sea el Congreso en Tucumán. ¿Y dónde quieres que sea? ¿En Buenos Aires? ¿No sabes que todos se encausan de venir a un pueblo a quien miran como opresor de sus derechos y que aspira a subyugarlos? ¿No sabes que aquí las bayonetas imponen la ley y aterran hasta los pensamientos? ¿No sabes que el nombre porteño está odiado en las Provincias Unidas o desunidas del Río de la Plata? ¿Qué avanzamos con un Congreso en que no ha de presidir la confianza y buena fe? ¿Te parece que aquí mismo se desea la reunión en este pueblo? Te engañas. Es menester dar un testimonio de que se sacrifica todo por la unión y la paz”.
Más argumentos
Agregaba: “Tucumán es pueblo pacífico, en buena distancia de todas las ciudades, no funda celos entre los concurrentes y es una localidad agradable que da poco lugar para extrañar el país respectivo de cada diputado, y muchos en esta parte mejorarán de suerte”.
Seguían los argumentos: “Dices que no hay libros. Los llevarán de Buenos Aires, vendrán muchos del Perú, cada diputado llevará los suyos”. Molina había argumentado que en la provincia no había talentos. Rodríguez decía que “sobran” y añadía que “yo quisiera mejores corazones, buena fe, amar al bien común, unión, virtudes. Esto subroga muy bien a los talentos sublimes, a los grandes ingenios, y reniego de estos cuando falta todo aquello”. Además, “se juntarán hombres de buenas luces, muchos que sepan sudar y no pocos que abran paso a las mayores dificultades. La discusión sacude los ingenios, y hasta las piedras, a golpes, echan fuego”, expresaba Rodríguez.
El alojamiento
Un mes más tarde, hablaban del alojamiento. Molina y su hermana Mercedes habían ofrecido su casa de Tucumán a Rodríguez. Este explicaba que aceptaría si estuviera solo. Pero “he de vivir junto con (Pedro) Medrano, con quién voy. Él lleva su criado, yo mi lego y un peón, quizá. Estos han de vivir con nosotros para nos atiendan, ¿y cómo caben en tu casa sin incomodar hasta lo sumo?”. Por eso le encargaba que le buscase una casa para alquilar.
Rodríguez pensaba partir a Tucumán el 20 de octubre, pero al comenzar noviembre de 1815 seguía aún en Buenos Aires. Informaba a su amigo que Juan Martín de Pueyrredón “diputado de la Punta de San Luis, se nos ha agregado de compañero de viaje, y lo retarda un poco más”. Comentaba que “es hombre recién casado, con una moza rica y linda”, agregando que “se empeña en vivir en una quinta”, y que llevará con él a Medrano. De modo que, finalmente, podría aceptar la oferta de Molina: “un cuartito es suficiente para mí”. Esto a pesar de que, como contaba en otra carta, remitía en carreta “algunos muebles precisos, libros y zonceras”. Se sabe, por ejemplo, que llevó una colección de “La Gazeta de Buenos Aires” y otra de “El Redactor” de la Asamblea de 1813.
Un gran sermón
Concluía noviembre de 1815 cuando Rodríguez pudo partir. Su última carta a Molina es del 26, y le dice que “cuando recibas esta, ya estaremos lejos de Buenos Aires”. Es de imaginar el gusto que tuvieron ambos amigos al producirse el nuevo encuentro, que se prolongaría por espacio de casi un año. La estadía del fraile en casa de Molina lo llevó, como lo muestra su correspondencia, a estrechar relaciones con la numerosa familia del amigo.
Rodríguez estuvo desde el comienzo (marzo de 1816) en las sesiones del Congreso y sabemos que firmó el acta de la Independencia, el 9 de julio. Escuchó complacido a su amigo Molina pronunciar un comentado sermón, en la misa con que el Congreso celebró el sexto aniversario de la Revolución de Mayo, en el templo de San Francisco.
Poco antes, el 10 de mayo, el Congreso -a propuesta de Medrano- había designado prosecretario del cuerpo al doctor Molina, quien juró tres días más tarde.
El prosecretario
Desempeñó la prosecretaría a conciencia. Así lo prueba el hecho de que, el 6 de agosto, se le acordó una compensación por sus servicios, “atendido el trabajo de su diaria asistencia y penosa fatiga a todas las sesiones públicas y secretas”, además de que reemplazaba a los secretarios en sus ausencias. Molina respondió que “renunciaba a este aumento, a beneficio de las urgencias públicas”.
Es conocido también que cuando, el 1 de mayo, empezó a publicarse “El Redactor del Congreso Nacional”, periódico que ofrecía una síntesis de cada sesión y que redactaba Rodríguez, era Molina el encargado de sintetizar las actas. Los largos editoriales que las precedían eran obra del diputado. Paul Groussac apunta que esos textos “desaliñados”, estaban “amoldados al mal gusto enfático del tiempo”.
Por las tardes
Muchos años después, Nicolás Avellaneda asentaría una tradición tucumana sobre la amistad de Rodríguez y Molina durante los meses del Congreso. Escribe que “había, saliendo de la ciudad en dirección a La Ciudadela o Campo del Honor -ya no lo hay- un tarco con cien pies de altura que dejaba caer con profusión, hasta formar alfombra, sus flores moradas. Al contemplarle tan excelso y frondoso, el padre Rodríguez lo llamaba el ‘árbol de la libertad’, y venía por la tarde a sentarse bajo su sombra”. Lo acompañaba Molina.
“Hablaban, y presintiendo su conversación por su correspondencia escrita, podemos decir que aquella se componía de efusiones amistosas, de ansiedades patrióticas o de reminiscencias clásicas. Regresaban siempre juntos, envueltos en las primeras sombras de la noche, y al contemplar su juventud desvanecida, los largos años tras de los que divisaban recién los albores de la patria, se despedían repitiendo el verso de Stacio que escribieron ambos al frente de ‘El Redactor’ del Congreso: Para nosotros, los años han pasado estériles”.
Molina se queda
Cuando el Congreso trasladó sus sesiones a Buenos Aires, partió Rodríguez a comienzos de febrero de 1817. No logró que Molina lo acompañase: no era hombre de viajes. El 10 de mayo, resignado a esa negativa, el fraile le decía que “aquí claman por tí” y que “tú no te das importancia y los otros te la dan”. El 18 de abril, desde Tucumán, envió Molina su renuncia a la prosecretaría, dando como motivo “una grave enfermedad”. Advertía que había entregado al doctor Teodoro Sánchez de Bustamante “el archivo que se hallaba en su poder”, y ponía a disposición del cuerpo “la cantidad que había recibído en calidad de viático”. El Congreso aceptó la dimisión el 13 de mayo.
Ya no volverían a verse Rodríguez y Molina. El franciscano se dedicó a la producción literaria y poética, y a los cargos con que lo había agraciado la Orden, de la que llegó a ser Ministro Provincial.
Los finales
Pero al producirse la reforma eclesiástica de Bernardino Rivadavia se opuso enérgicamente a ella. Fundó, para combatirla, el periódico “El Oficial del Día”, desde el cual polemizó con “El Centinela” y “El Argos”, todo esto en 1822. El fracaso de la prédica quebrantó su espíritu. Se retiró de toda acción cívica y falleció el 21 de enero de 1823.
En cuanto a su amigo Molina, sería luego miembro de la Sala de Representantes de Tucumán, que presidió dos veces. En 1834, el Papa lo nombró Vicario Apostólico de Salta, y en 1836 lo ungió Obispo de Camaco “in partibus infidelium”. Falleció en Tucumán el 1 de octubre de 1838. Sus restos descansan al pie del altar mayor de San Francisco, templo donde se venera la imagen de la familia, el llamado “San José de los Molina”.