Gregorio Iramain, veterano de dos campañas al Alto Perú y de las batallas de Tucumán y Salta, cayó preso de los realistas en Ayohuma. Fue de los contados que se fugaron de las temibles Casas Matas del Callao, y por dos veces.
Es conocido que las tres sucesivas campañas patriotas al Alto Perú entre 1810 y 1815, terminaron en las derrotas de Huaqui, de Vilcapugio, de Ayohuma y de Sipe Sipe, todas grandes desastres para el Ejército del Norte. Al término de estas acciones, los oficiales que capturaban los realistas eran encerrados en prisiones. La más famosa y temida fue la de las Casas Matas del Callao, en el Perú.
Con el título “Prisioneros de guerra”, hace poco la Academia Nacional de la Historia publicó los manuscritos, que se hallaban inéditos, del coronel Juan Isidro Quesada y del sargento mayor Francisco Pelliza. Ambos, en su vejez, habían asentado en papel las vívidas memorias que guardaban de su época de prisioneros en las Casas Matas.
Narraron las vicisitudes del trayecto -que abundó en arbitrarios fusilamientos- desde el campo de derrota a la prisión; el duro trato que soportaron en las Casas Matas, y los diversos incidentes y angustias que puntuaban los largos días del cautiverio. Los recuerdos de Quesada y de Pelliza incluían una detallada lista de sus compañeros de infortunio, con el grado militar y la procedencia.
Oficiales presos
Esas nóminas contienen nombres muy conocidos, como el del entonces teniente Juan Pascual Pringles, el héroe de Chancay. Y desfila una serie de oficiales que pelearon en la batalla de Tucumán, en 1812.
Ellos fueron los tenientes coroneles Juan José Balderrama y José Bernaldes Polledo; los capitanes José Roa, Francisco Aráoz de La Madrid (tucumano), Juan Pardo de Zela, Agustín Ravago, Isidro Villar, Ramón Boedo, Esteban Figueroa (tucumano), Hipólito Videla; el ayudante mayor Ramón Estomba; los tenientes Gregorio Iramain y Gregorio Fernández; los alféreces Fortunato Pueyrredón, Asencio Lezcano y Domingo Millán (tucumano).
De ese grupo de ex triunfadores del Campo de las Carreras caídos en desgracia, merece narrarse la peripecia del entonces teniente primero Gregorio Iramain. Ella consta tanto en los recuerdos de Pelliza, como en la exposición de sus servicios que Iramain presentó al Gobierno años después, en 1822.
Gregorio Iramain
Gregorio Ignacio Iramain era santiagueño de distinguida familia. Nació entre 1784 y 1790, hijo del capitán José Domingo Iramain Santillán y de Francisca Borges Urrejola. En 1810, al paso del Ejército del Norte, se incorporó a sus filas con los Patricios de Santiago. Estuvo en las acciones de Cotagaita y Suipacha, y en el desastre de Huaqui.
Más tarde, participaría en el combate de Las Piedras, y se batió destacadamente en la batalla de Tucumán, del 24 de septiembre de 1812. En la de Salta, del 20 de febrero de 1813, mandó una de las secciones del tercer escuadrón de Dragones del Perú. Su desempeño en esa campaña le valió el ascenso a teniente primero. En la lista de revista, Belgrano lo califica como oficial de “valor acreditado”.
Continuó en el Ejército del Norte cuando la fuerza, conducida por Belgrano, acometió la segunda campaña al Alto Perú. Le correspondió luchar en los sucesivos contrastes de Vilcapugio y Ayohuma, en octubre y noviembre de 1813. Fue en esta última acción que lo hicieron prisionero.
Primera fuga
Expresaría Iramain que “caí por mi propia intrepidez prisionero en la batalla de Ayohuma”. Y al rato, “por repeler con energía los ultrajes y vejaciones del oficial que me tomó, fui sentenciado a muerte por el general enemigo”. Hubiera sido ejecutado, agrega, “a no ser que el empeño del difunto coronel Castro me libró”. Pero no lo libró, aclara, “de ser conducido con los demás prisioneros con la crueldad que se deja entender”, rumbo a su temible destino, en las Casas Matas del Callao.
Al cabo de cinco años de encierro, un día Iramain pudo escapar de esa prisión, gracias a las relaciones que su padre tenía con personas de Lima, y a cambio de dinero. Huyó llevando consigo a un camarada, el coronel José Bernaldes Polledo, quien había mandado la segunda sección de caballería en la batalla de Tucumán. Este logró embarcarse rumbo a Valparaíso, y se incorporó al Ejército de los Andes con grado de coronel.
La recaptura
Iramain, en cambio, no se embarcó. Según narra, prefirió el trayecto “por tierra, porque creíamos de este modo salvar mejor”. Pero, “después de haber caminado más de trescientas leguas”, cayó otra vez en poder de una partida realista, que lo condujo, “cargado de cadenas”, de vuelta a las Casas Matas del Callao.
Lo pusieron en un calabozo, y se le inició de inmediato un proceso criminal por la fuga. Era un trámite que con toda seguridad iba a terminar en la condena a muerte. Pero Iramain volvería a escapar.
En sus recuerdos, Pelliza se complace en detenerse en este segundo y exitoso escape, que ocurrió en enero de 1818. “Pocas evasiones tan milagrosas como esta pueden contarse en las historias”, por haber sido “tentada con tanta audacia y consumada con no menos felicidad”, dice.
Cortaplumas y barrenitas
Iramain había sido capturado junto con otro oficial y fueron llevados, cuenta Pelliza, a “la prevención del Real Felipe”. Allí, las relaciones de Iramain padre en el Perú, a las que había hecho “grandes recomendaciones”, le proporcionaron “un cortaplumas, único instrumento que se dejaba en las manos sospechosas de los cautivos”, además de “dos barrenitas”, o sea los pequeños taladros que llamamos “virabarquines”.
Días más tarde, Iramain se fingió enfermo y fue llevado al hospital del penal. Allí, “parando las tarimas que les servían de camas, a guisa de escalas, ayudados por las tinieblas, pusieron manos a la obra extrordinaria de romper sus cadenas”. Con enorme destreza y cuidado, para que no se apercibieran los guardianes, con las barrenitas y otras que consiguieron, empezaron a practicar un agujero en la cubierta.
Exitoso escape
Sigue Pelliza su relato. “Con todo el barreno cedió el techo, donde formando un cuadrado rajaron luego los agujeritos con el cortaplumas”. Por esa cavidad salieron “después de gastar las chavetas de los grillos con una limita, facilitada con los barrenos por un cabo de Pardos y Morenos”.
Una vez afuera, “saltando foso, contrafoso y entrada” de las Casas Matas, subieron a los caballos que sus cómplices les tenían preparados y partieron a todo galope. El centinela alcanzó a verlos y dio la voz de alarma. Pero cuando llegó la guardia, ya los fugados estaban fuera de alcance. Iramain y su compañero integraban los muy contados casos de presos que lograron escapar de la prisión del Callao, expresa Pelliza.
En la exposición de servicios de 1822, decía Iramain que “no hubo calamidad ni privación que no sufriese” después de la huída, pues “iba por la ruta de los pueblos que ocupaba el enemigo”. Añadía: “sólo sí diré que siempre tuve la muerte por delante, hasta que llegué al Ejército de la Patria”. Inmediatamente “me presenté a mis generales, que me concedieron pasar licenciado temporalmente a ver a mi familia y reparar mi salud quebrantada”.
Según Iramain, el general había avisado a su padre que el hijo llegaba de vuelta, pero la noticia “le ocasionó la muerte”. En la versión de Pelliza, la fallecida fue su madre, “que murió de gusto, según dicen, al abrazarlo después de una ausencia que creía eterna”.
El destierro
El Ejército le reconoció el grado de capitán de Dragones, y se quedó en Santiago del Estero. Fue nombrado teniente de gobernador por el Cabildo, pero no llegó a asumir. Posteriormente, cuando entró en escena Juan Felipe Ibarra, el capitán Iramain estuvo entre sus resueltos adversarios, y se alineó con Bernabé Aráoz. Fue tomado prisionero en la batalla de Palmares, donde Ibarra derrotó a las fuerzas tucumanas de don Bernabé.
Sometido a juicio sumario y condenado a muerte, gracias a influencias familiares y al pago de una fuerte suma de dinero, la sentencia fue conmutada por la de destierro. Iramain se alejó de Santiago para nunca más volver.
Últimos años
Se estableció en Buenos Aires, donde se dedicó al comercio y a tareas del campo. El gobierno de Rivadavia se había negado a ayudarlo económicamente, y tampoco quiso incluirlo en la Ley de Premios, medida cuya reconsideración planteó sin éxito.
Amasó una interesante fortuna. Murió en su casa de la calle Esmeralda 109, el 7 de diciembre de 1859, después de haber hecho testamento. Declaraba allí “no tener deuda alguna” y dejaba como herencia tres casas en la ciudad, una estancia en Caseros en sociedad con Miguel Naón y 58.000 pesos en bonos del gobierno de Montevideo. Esto además, decía en el testamento, de “como 300.000 pesos en moneda corriente que me adeuda el presbítero don Antonio María Taboada, cuya reclamación está aun pendiente”.
En sus memorias, el general José María Paz, al mencionar a Gregorio Iramain, escribe que “su crédito de valiente estaba bien sentado”.