La evocación de Nicolás Avellaneda
En su página sobre fray Mamerto Esquiú, el tucumano Nicolás Avellaneda evoca cálidamente aquella afamada aula de Latín que dirigía, en Catamarca, desde 1812, el padre Ramón de la Quintana (1774-1851).
Expresa que este sacerdote “traía desde España su alta reputación como latinista” y “había antes figurado entre los Recoletos de Buenos Aires”. Por entonces, la Universidad de Córdoba “mantenía el brillo de sus grados y el ruido de sus conclusiones filosóficas y teológicas; pero era necesario pasar por el aula de Catamarca para saber Latín. ‘En Córdoba sólo se enseña latín salamanquino’, decía el padre Quintana”.
Informa Avellaneda que “concurrían al aula de Catamarca, viniendo desde Santiago del Estero, Amancio Alcorta y los Achával; desde Tucumán, Salustiano Zavalía, el doctor (Miguel Ignacio) Alurralde, los presbíteros (José Eusebio y Agustín) Colombres, los Alkaine, el padre Romero; desde La Rioja, Portillo y el padre Barros”.
Así, “se reunieron en Catamarca sobre las mismas bancas con Barros, (Marco) Avellaneda, Sosa, González, Dulce, Cubas, Espeche, Herrera… y los nombres se agrupan numerosos bajo la pluma, porque son los mismos que figuran en el martirologio argentino, cuando Catamarca entregó seiscientas cabezas al verdugo”.
Se refería Avellaneda a la sangrienta matanza de vencidos perpetrada por los jefes rosistas Juan Eusebio Balboa y Mariano Maza, triunfantes en la batalla de Catamarca del 29 de octubre de 1841. Avellaneda cierra su párrafo: “¡El padre Quintana, enseñando latín y haciendo respirar a sus discípulos el aire de la antigüedad, había formado héroes y mártires!”.