Paul Groussac y un libro de Coppée.
A Paul Groussac (1848-1929), todo lugar le parecía adecuado para leer. En 1894, insertaba cierta anécdota personal, en una nota sobre Francois Coppée (1842-1908), de “Le Courrier Francais”. Narraba que en 1877, desde “una provincia argentina” (Tucumán, sin duda), partía “para un largo viaje a caballo, de un mes por lo menos, hasta Bolivia”. No había recibido un libro de Coppée que encargó a Buenos Aires: pidió que se lo enviaran a Salta, en la diligencia.
Inició el viaje. “Al cuarto o quinto día, alcancé una de las casas de posta que bordean el camino; y, casi al mismo instante, llegaba allí la diligencia de Tucumán”. Tentando suerte, preguntó al conductor si había algún envío a su nombre. Recibió un paquete, tanteó el envoltorio y vio que era el libro esperado. Lo cargó en las alforjas y siguió su camino, bajo el feroz sol de enero.
Llegó la hora de detenerse a almorzar. “Luego del cuarto de cabrito asado sobre las brasas, rodeado del gran silencio del bosque y a la sombra de un espeso mistol, abrí el paquete y repetí, a media voz, los versos sabidos durante tanto tiempo y cuyos jirones me asediaban sin cesar”, cuenta.
Hoy, diecisiete años más tarde, decía, “veo todavía sobre el libro abierto, jugando sobre las líneas simétricas, las pequeñas manchas redondas y claras de los rayos filtrados por el follaje; respiro todavía, con ese recuerdo, el olor resinoso de la selva y vuelvo a ver mi juventud”. Por esa razón, reflexionaba, amaba a Coppée, aunque ya no lo admirase. Sus libros fueron parte de la pequeña biblioteca que lo acompañó siempre. En suma, Coppée “ha vivido conmigo y, sin dudarlo, ha guiado la existencia mas imprevista y más pintoresca”.