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“MILICO DE CAMPAÑA”. Témpera de Peláez, que muestra a un soldado de los fortines con su cabalgadura, en la segunda mitad del siglo XIX la gaceta / archivo

Disposiciones de Manuel Belgrano en 1812


Durante la guerra de la Independencia, caballos y mulas eran, obviamente, algo fundamental para los ejércitos. En “La ciudad arribeña”, Julio P. Avila suministra detalladas noticias a ese respecto. Apunta que un caballo valía entonces 4 pesos, y el Gobierno los adquiría en gran cantidad, “de a miles”. Había muchos sueltos en los campos, pero las excesivas marchas, la falta de un régimen y acaso la misma abundancia, determinaron que “la destrucción de estos animales acentuara la escasez”.

Desde Tucumán, el 16 de noviembre de 1812, el general Manuel Belgran dispuso que el capitán Hipólito Videla fuera el encargado “de las caballadas y muladas de los Ejércitos de la Patria”, y dictó un reglamento con las instrucciones del caso. Videla debía llevar “un libro foliado, de carga y data”, donde constase la situacion y paradero de cada caballo o mula.

Entre las disposiciones, por ejemplo, ordenaba que a cada cabalgadura “prestada, recogida o donada”, se le pusiera “un collar de cuero delgado, donde irá pendiente una lonja de cuero, pequeña, en forma de cencerro, en la que llevará el número del partido (de la campaña) a que corresponda”.

Todo militar “que cambiase el número o collar de un caballo a otro, o se lo quitase, si fuese soldado, sufrirá 50 palos; si cabo, bajará a soldado; si sargento, a cabo, y si oficial, pagará el valor duplo de tantos caballos cuantos collares o números hubiese quitado o cambiado”.

Idéntica pena tendrían quienes, sin autoridad u orden, “reyunasen” caballos o mulas. La expresión venía de la época colonial. “Reyuno” era el caballo marcado como del rey: luego se llamó así a los que tenían marca del gobierno patrio.