Hasta empezar el siglo XX, cinco abogados tucumanos obtuvieron medalla de oro por sus tesis doctorales, pero Ernesto Padilla tomó otro rumbo.
Como es sabido, a fines del siglo XIX, los jóvenes de Tucumán que aspiraban a recibirse de abogados tenían que trasladarse forzosamente a la Universidad de Córdoba o a la Universidad de Buenos Aires. La mayoría de ellos, luego de completar sus estudios, aspiraba al título superior de “Doctor en Jurisprudencia” o “Doctor en Derecho y Ciencias Sociales”, que se otorgaba luego de la presentación y aprobación de la respectiva tesis.
En la Universidad porteña, no pocos tucumanos lograron que sus tesis doctorales fueran premiadas con la tan codiciada Medalla de Oro. Esta empezó a otorgarse en 1887. A la primera la obtuvo José Frías Silva ese año, por “Nulidad de los actos jurídicos”. Dos años más tarde, en 1889, Federico Helguera recibió el mismo premio por “La novación”: sus padrinos eran los doctores Pedro Goyena, Gerónimo Cortés, César de Tezanos Pinto y Lucio V. López.
En 1894, Miguel M. Padilla la logró por “La legítima de los herederos forzoso”, apadrinado también por Lucio V. López. En 1897, la distinción correspondió a Vicente C. Gallo, por “Juicio político”, con el padrinazgo del doctor Benjamín Paz. Y al empezar el siglo XX, un quinto tucumano, Jesús Hipólito Paz, recibió la medalla por “Capacidad de hecho y de derecho ante el Derecho Internacional Privado”: fue su padrino el doctor Estanislao S. Zeballos.
Temas de tesis
En las líneas que siguen queremos narrar el interesante caso de la tesis del doctor Ernesto E. Padilla, en 1896. Este ilustre tucumano, nacido en 1873 y fallecido en 1951 fue, como se sabe, gobernador de la Provincia, varias veces diputado nacional y ministro de la Nación.
Para optar al premio de tesis en la Universidad de Buenos Aires, los graduados en abogacía no podían encarar la cuestión que se les ocurriese. Según el reglamento, debían elaborar sus tesis sobre alguno de los temas que una lista del Consejo de la Facultad proponía a esos efectos. Para tratar otras materias, se precisaba la autorización del Consejo. Y si bien el trabajo autorizado serviría igualmente para obtener el doctorado, era imposible, en cambio, que esa tesis -por buena que fuera- recibiese el premio de la Medalla de Oro.
El joven Ernesto Padilla había ingresado a la Facultad porteña en 1890. Pronto se destacó como un excelente estudiante, con las más altas notas en todas las materias. Uno de sus compañeros era el célebre literato Enrique Larreta, futuro autor de “La gloria de Don Ramiro”. En uno de sus libros, “La naranja” (1945), narraría, sin nombrarlo, la puja que mantuvo con Padilla.
Recuerda Larreta
“Yo hubiera podido -cuenta Larreta- ser un gran sabio, si el enorme esfuerzo que dilapidé en mis estudios de Derecho, en el estudio memorista de los códigos, lo hubiera dedicado al estudio de la filosofía y las ciencias físico matemáticas, a las que era tan aficionado”. Pero, “corríamos con un condiscípulo una furiosa carrera para conquistar el puesto de primer estudiante. A fin de asegurar la nota de sobresaliente, había que aprender de memoria los códigos, artículo por artículo. En el último año, mi condiscípulo me venció”.
Agrega Larreta que “ahora, después de mucho tiempo de aquel episodio, pienso que si en vez de estudiar el Derecho, yo hubiera enderezado por otro ramal, por el estudio de nuestra literatura por ejemplo, mi expresión se hubiera alejado, cada vez más, de lo que yo necesitaba para mi producción literaria. En cambio, el laconismo de los códigos, civil, penal, comercial, ha debido favorecer grandemente ese constante empeño de concentración que ha sido siempre mi norma en materia de estilo, y que vino a acentuar, más tarde, la economía necesaria de los telegramas diplomáticos. Nadie puede saber nunca cuándo aprovecha su tiempo y cuándo lo desperdicia…”
Gran amistad
Según amables referencias que recibí de su hijo Ernesto hace ya muchos años, superar a su contrincante demandó a Padilla más de doce horas diarias de estudio sostenido. Y como, en aquellos tiempos, las notas de los exámenes aparecían en los diarios, el mundo estudiantil porteño seguía la competencia con atención y con afecto.
La victoria de Padilla sobre Larreta significó el comienzo de una gran amistad entre ambos, que se prolongaría hasta la tumba. Buen perdedor, el autor de “La gloria de Don Ramiro” escribió una afectuosa carta al condiscípulo sobresaliente. Padilla se apresuró a contestarla.
“Unos cuantos puntos en las clasificaciones nada pueden valer, ni ante su criterio ni ante el mío, pues sabemos perfectamente la relatividad del 10 como medida de capacidad intelectual”, le dijo. “Deje, pues, a un lado su modestia, que lo lleva a mirarse tan pequeño: ni es usted el valle oscuro ni yo, mucho menos, la montaña. Los dos somos caminantes de la vida, que seguimos las mismas direcciones y la suerte, inconsulta, ha querido esta vez que se encuentren con una pequeña elevación del suelo que me ha destacado un poco, con menoscabo de la estricta justicia tal vez”.
Agua, una obsesión
Llegada la hora de confeccionar su tesis doctoral, Padilla no aceptó los temas contenidos en la lista de opciones del Consejo de la Facultad. Eligió otro, a pesar de que esa decisión lo ponía fuera del posible premio. Su tesis se titularía “Breve estudio sobre leyes de irrigación”, y lo apadrinó su tío, el doctor Miguel M. Nougués. Las razones de esta actitud -aparentemente inexplicable, sí se piensa en sus brillantes notas- no son difíciles de conjeturar, cuando se tienen en cuenta las progresistas “fijaciones” que abundaban en el temperamento de Padilla.
Una de ellas era la del agua. Quería hacer de Tucumán “la civilización del agua”. El origen de este propósito, para su biógrafo Guillermo Furlong, estaba acaso en “la emoción” que lo sobrecogió un día de marzo de 1893, según narraba. “Después de una noche de gran tormenta pasada en Marapa -en un viaje accidentado a Sínguil con el doctor Santos López– desde la cumbre de La Silleta tuve la visión estupenda del valle de Escaba, con la nota magnífica del chorro imponente, con los ríos en creces”. La posibilidad de un dique regulador de esas aguas -que hoy existe- sabemos que “fue un objetivo al que dedicó tiempo y energías, durante sus mandatos legislativo y su gobernación”.
“Sobresaliente”
Cuando empezó a brotar agua del pozo surgente de avenida Mate de Luna, escribió entusiasmado a Juan B. Terán: “Vive en mi espíritu la sensación del Tucumán tórrido rodeado de fuentes salubérrimas que serenan su ambiente y lo coronan de flores…”
Además, los años de la niñez, participando en los afanes rurales del ingenio Mercedes, lo habían puesto en duro contacto con los problemas del agua en tierra tucumana, abundante en verano y escasa o nula en todo el invierno. En su tesis revisaba, justamente, el panorama legal y real de las aguas en la legislación argentina: exponía sus problemas y asentaba sus puntos de vista. Le parecía que era un tema central y lo encaró con profunda convicción y claridad.
No le importó que, al tratarlo, se hubiera puesto deliberadamente fuera del alcance de la medalla de oro de la tesis, que bien hubiera podido lograr. Se le otorgó otra medalla, el premio al “alumno sobresaliente” de la Facultad. Pero se dio el gusto de escribir sobre una obsesión.
A los graduados
Tuvo a su cargo, además el discurso de su camada, en la solemne colación de grados realizada el 8 de julio de 1896, en el salón de la vieja Facultad de la calle Moreno.
En esa ocasión, dijo cosas que merecen ser recordadas. Por ejemplo, que “los espíritus firmes, cuando sienten un ideal elevado, no tienen por qué despreciar la transigencia, vistiéndose de un aire adusto y despreciativo; nadie ha recibido el privilegio de ser depositario exclusivo de la verdad y de la sinceridad del mundo”.
Exhortó también a sus condiscípulos a huir “de la publicidad temprana, que hace de un niño de escuela un hombre insoportable por sus pretensiones, y estemos seguros de que nada es más exacto que aquello de ‘esperar la hora’. Los egoísmos pierden porque son estériles y los apresuramientos y precipitaciones matan los anhelos al nacer, porque es la ley de la vida que los frutos se recojan sólo cuando están maduros”.