Es imposible hablar de la historia de LA GACETA sin referirse a dos grandes fotógrafos; Edmundo y Antonio “El Negro” Font. No conocían domingos ni feriados. Donde ocurrían los hechos, allí estaban ellos. Distintos entre sí, pero iguales en su amor por el trabajo.
Durante más de tres décadas, los hermanos Font fueron mis compañeros en la redacción de LA GACETA: Ángel Edmundo, a quien llamaban por su segundo nombre, Edmundo, y de Jesús Antonio, conocido por El Negro en todo el universo tucumano. Pertenecían al diario desde mucho antes de mi ingreso, que ocurrió en 1962. Me parecía que ellos y LA GACETA eran una sola cosa; que el diario resultaba impensable sin sus presencias. Por eso, referirme a ambos en pasado es uno de esos viajes en el tiempo con bastante carga de melancolía.
No tenían sino un leve parecido físico, fuera de los gruesos anteojos que ambos usaban. Edmundo era un hombre menudo, siempre vestido al modo clásico, de saco y corbata, mientras El Negro era robusto, de presencia muy fuerte, que sólo usaba ropa formal en contadas ocasiones.
Edmundo hablaba despacio, y tanto su voz como sus actos tenían un común denominador de prudencia, de mesura. El Negro era todo lo contrario. Lanzaba una voz fuerte, pespunteada por chistes y carcajadas, y sus nervios a flor de piel podían fácilmente encenderse en estallidos. Claro que Edmundo era capaz de calmarlo con sólo una mirada, ya que El Negro profesaba por su hermano el más grande de los respetos.
Día y noche, sin horario
Pero en una cosa eran idénticos: en su amor sin condiciones por el periodismo gráfico y por LA GACETA. Los Font estaban al margen de todo lo que se pareciera a un horario de trabajo. Todo el día entraban o salían, a paso veloz, de la sección Fotografía, en el primer piso del diario. Para ellos no había domingos, ni feriados, ni descansos compensatorios, ni vacaciones. Las tres de la tarde de un infernal día de verano, eran la misma cosa que las 4 de la madrugada de la más cruda noche de invierno.
Donde ocurrían las cosas, allí estaban. Llegaban al sitio de cualquier modo, fuera en la ciudad o en el campo. Si el auto del diario los buscaba a tiempo, bien. Si no, sus propios autos o un taxi los conducían raudamente hasta la cita con la noticia. Bajaban, y antes de que sus pies tocaran el suelo, ya estaban gatillando las cámaras una y otra vez.
En tiempo de los Font, de más está decir que no existían las computadoras, ni las máquinas digitales, ni los scaners, ni el photoshop, ni nada de la asombrosa parafernalia de que hoy dispone cualquier reportero gráfico.
Artesanía de la foto
Cuando entré al diario, recién las películas de 35 mm. habían reemplazado a aquellas placas prehistóricas insertadas en los chasis y magazines de máquinas con trípode, y recién el flash con lámpara y a pila había sustituido al enceguecedor fogonazo del magnesio.
El fotógrafo tomaba sus imágenes y, para publicarlas en el diario, era forzosa su previa impresión en papel. La foto periodística resultaba así, a la vez, un arte y una artesanía, y a cargo del fotógrafo estaba todo el proceso posterior a la toma. Él mismo revelaba sus negativos con sucesivos pases por cubetas de drogas, instaladas en piletones cuyo olor ácido e inconfundible invadía el laboratorio; lavaba esos negativos, los secaba, los cortaba en trozos y los copiaba en la ampliadora.
Yo frecuentaba mucho el laboratorio, porque los Font accedían, no de muy buena gana a veces, a hacer reproducciones de imágenes viejas, o a copiar para mí las viejas placas de vidrio. Yo solía mirar con fascinación su trabajo. Cómo graduaban, a ojo, la velocidad del revelado del negativo; o cómo controlaban, con rápidos movimientos de la mano, el paso de luz del foco de la ampliadora al papel, para otorgar a la imagen el punto exacto que querían.
El periodismo, una vida
Y toda esta tarea se cumplía a una impresionante velocidad. Muchas veces, esa visita importante a la que habían fotografiado mientras conversaba con el director, recibía al retirarse, como obsequio, un sobre con las fotos tomadas minutos antes. En esos minutos se había revelado el negativo, se habían hecho las copias y el cilindro de la abrillantadora les había dado la textura correspondiente.
El padre de los Font, don Pedro, era español, y entiendo que la madre, doña Mercedes López, era tucumana. Edmundo nació en 1923 y El Negro, en 1926. Edmundo entró a LA GACETA como empleadito del laboratorio en 1938, cuando los fotógrafos eran Atilio Doz, César Martínez Lanio y Anselmo Gómez. Y El Negro llegó en 1954. No es posible elaborar sus biografías. La vida de ambos fue el periodismo gráfico, al que entregaron absolutamente sus personas, sus almas, y la totalidad de sus energías.
A Edmundo le hicieron un par de reportajes cuando ya era famoso. Contestó con parquedad e insistió en un punto: el fotógrafo periodístico no sólo debía tener destreza profesional, sino también estar siempre muy informado. Enterarse de lo que era noticia, vivir en ese mundo, era la condición clave del oficio, y la única que permitía llegar a tiempo al lugar de los hechos.
Distintos y parecidos
A pesar de lo diferentes que eran, los hermanos se complementaban en muchas cosas. Lo que El Negro tenía de suelto y de bohemio, Edmundo lo compensaba con su temperamento serio y reposado. Y en el fondo de los dos aleteaba la ternura de seres humanos concentrados, por sobre todo, en cumplir en la vida eso que se habían fijado como destino. Estaban siempre sumergidos en la novedad cotidiana, y eso era suficiente para llenarlos de gozo y de satisfacción.
Es sabido que Edmundo recibió premios internacionales, como el famoso Sip Mergenthaler o el de la World Press. Nunca lo envanecieron. Su carácter modesto lo inclinaba a refugiarse en una sabia penumbra. Se sentía cómodo en su casa, con su familia, y con un grupo de selectos amigos, generalmente periodistas. Puedo imaginarme el tema de susconversaciones.
El Negro, en cambio, era un gozador intenso de la vida, abierto a todos los imprevistos del día y de la noche. Pero jamás he vuelto a ver (creo que no veré jamás) un reportero gráfico más audaz y más arriesgado. Jamás lo detuvo el peligro físico cuando se trataba de obtener una nota. Por enormes que fueran las dificultades, lograba su foto.
Palizas y riesgos
La policía brava le propinó decenas de palizas, como lo registran las viejas ediciones de LA GACETA. Lo agredieron en canchas de fútbol, en manifestaciones callejeras, en huelgas, en tumultos, y recibió amenazas de todo tipo. Era cosa común verlo, después del incidente, con lastimaduras en la cara o con desgarrones en la ropa. El se reía de todo eso y, mientras contaba cómo ocurrió el ataque, encendía la luz roja del laboratorio y empezaba, febrilmente, a revelar su negativo.
Recuerdo el día del funeral del presidente Perón, en 1974. Estaba yo en el palco de periodistas del Palacio del Congreso, durante los discursos, y se me ocurrió dirigir la mirada hacia la cúpula del inmenso recinto. Aterrorizado, divisé en el punto más alto, colgado de la baranda y sostenido de la cintura por dos colegas, al Negro Font que gatillaba incesantemente su cámara.
La vida de los Font fue un tocante espectáculo de acción. En cada uno de ellos, a su manera, la acción estaba y de modo constante. La de Edmundo serena, mesurada, precisa; la del Negro nerviosa, vibrante, impredecible.
Dos símbolos
Ninguno de los dos, que yo sepa, formó un archivo personal de sus negativos. Vivían la noticia del día. La foto se sacaba, se pasaba al papel y de inmediato dejaban eso de lado, para ocuparse del nuevo suceso. No se publicaba entonces crédito alguno al pie de las imágenes. Por eso se hace casi imposible (salvo en el caso de las tomas premiadas) establecer ahora quién había apretado, en cada caso, el disparador de la cámara: si era Edmundo, si era El Negro, o si era otro brillante profesional que trabajaba con ellos, Ernesto González, ciñéndome a la época en que el diario tenía sólo tres fotógrafos.
Ángel Edmundo Font murió el 1° de agosto de 2007, y Jesús Antonio Font lo había precedido el 2 de septiembre de 2002. No es exagerado considerarlos como símbolos del mejor periodismo gráfico tucumano. Quienes tuvimos el honor de trabajar con ellos, nunca los olvidaremos.