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24 DE SEPTIEMBRE Y 9 DE JULIO. Así se veía, en la primera década del siglo XX, la esquina donde en 1880 se vendían helados hechos con nieve del cerro. LA GACETA / ARCHIVO

Era traída del cerro, envuelta en paja.


Hoy disfrutamos, como cosa normal, de heladeras, helados y mil otros beneficios del frío. No siempre fue así. Hacia fines de 1880, según recuerdos de niño del doctor Ernesto Padilla, en el verano había quienes llegaban a caballo hasta los cerros más altos, para traer nieve.

Acondicionaban su cargamento en embalajes de paja -“chigüas”- sobre las mulas, y lograban que al menos una parte no de derritiera hasta llegar a la ciudad. Vendían rápidamente esa nieve a domicilio: las amas de casa la usaban para preparar refrescos y helados. Padilla recordaba que, en la esquina 24 de Septiembre y 9 de Julio, un señor Lucena vendía “helados” hechos con nieve del cerro.

Se supone que el tráfico de nieve ya era importante desde décadas atrás. En 1856, el gobernador Marcos Paz proyectó una ley, que fue sancionada, declarando que “las nieves son propiedad pública” y que, consecuentemente, se cobraría un impuesto de 4 reales “por cada carga de nieve que se introduzca a la ciudad con destino al consumo público”. En el mensaje, luego de otras consideraciones, expresaba que, puesto que “los introductores de ese artículo se proponen expenderlo en el mercado”, era natural imponerles el tributo.

No sabemos si se instaló la “Fábrica de Hielo y Helados” que, con una máquina traída de París a un costo de 60.000 francos, se proponía instalar la sociedad de Benigno Barril, Gustavo Beaufrère, Brígido Muñoz, Gustavo Jumel y Ezequiel Padilla, en 1875. Sí funcionó, en cambio, la que armó, a comienzo de los 80, Manuel Zavaleta, llamada “El Gliptodonte”.