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ANTIGUOS FRASCOS. Contenían los ingredientes para preparar cada receta, en las boticas del siglo XIX.

Planteo de 1833 contra esa irregularidad


El 19 de junio de 1833, se presentó al Gobierno de Tucumán don Hermenegildo Rodríguez, porteño que llegó años atrás, como boticario del Ejército del Norte. Informaba que había abierto una farmacia y pasaba a dar cuenta de los inconvenientes que se le presentaban. Decía que había traído sus medicamentos a gran costo y desde Buenos Aires. Pero, decía, “todos mis esfuerzos son vanos, existiendo siempre una multiplicidad de casas en donde, sin formalidad alguna, se venden medicamentos de todas clases; aun aquellos que, a los que profesamos y ejercemos con conocimiento la facultad de farmacia, no nos es licito vender sin fórmula médica que la ordene”.

Había más. Expresaba Rodríguez que había en Tucumán personas que “ejercen si facultad como médicos y despachan sus mismas recetas como boticarios, obligando a los pobres pacientes a ocurrir a su casa por un remedio que quizás no necesitan”. Como tienen botica, tratan de vender sus drogas, “y a cualquiera enfermedad, por pequeña que sea, aplican remedios farmacéuticos, cuando podría ser curada con remedios domésticos”. Pensaba que un médico honorable solamente podía proveer medicamentos, cuando “la falta absoluta de boticario lo obliga a hacerlo”.

Nadie podía dudar de la utilidad de una botica pública. Pero, “¿qué será del boticario, si los remedios se venden en las pulperías y tiendas, como sucede al presente? ¿Estará solo atenido a despachar cada año una receta, que quizá va a su casa por no tener el facultativo cómo despacharla? Esto es muy triste, y no necesita más el boticario para morirse de hambre”, expresaba.

El planteo de Rodríguez fue avalado por el informe que emitieron dos médicos, los doctores José Redhead y Faustino Salvato. Además, sugirieron al Gobierno medidas que corrigieran la situación.