Una evocación literaria de Juan Pablo Echagüe.
En una lujosa edición Kraft de 1942, Juan Pablo Echagüe (1875-1950) publicó su “Monteagudo”, todo un derrame de opulenta literatura. En las primeras páginas, cuenta que Miguel Monteagudo, padre del prócer y español de Cuenca, llegó al Plata cargado de ilusiones que pronto se disiparon. “Soldado de Dragones en Buenos Aires primero y luego pulpero en el interior, se da por entero a un existir incierto y vagabundo. Viaja por los inconmensurables caminos del Virreinato y a través de ellos ve desfilar desde la carreta chirriante o la mula infatigable, pampas y serranías, lugarejos perdidos en el desierto o tal cual vez pequeñas ciudades de jactanciosas torres y reducido núcleo urbano. A Monteagudo no le agitan ya sueños de grandeza: ahora sólo aspira a resolver apremiantes problemas de alimento y de techo. Tucumán lo cautiva y allí se fija con un comercio insignificante. Allí conoce también a Catalina Cáceres, criada de una familia de cierta categoría, que lo conquista por linda, por mansa y por buena, y con quien ha de casarse”.
Por entonces, “Tucumán era un paraíso sin serpiente. No habían pasado aún por sus selvas ni sus cañaverales ubérrimos las furiosas tormentas de dos guerras que cuarenta años después debían asolarla. La región toda es, hacia 1790, un vergel natural, donde el bosque agreste y la huerta familiar se confunden”.
La “pequeña y callada ciudad, agrupa sus casas de adobe alternadas por tal cual edificio de portal labrado, en torno al Cabildo provinciano; mientras los arrabales, que la lozanía de los cultivos embellece, se derraman hacia los próximos collados y llanuras”. Allí nacerán sus hijos, de los cuales sólo habrá de sobrevivir el famoso Bernardo. “Allí lo ayuda a sobrellevar su resignada mediocridad la tierna y simple Catalina Cáceres”.