Alejandro Heredia, guerrero de la Independencia, gobernó Tucumán desde 1832 hasta su asesinato en 1838. Su administración paternal reglamentaba todo. Fomentó la educación, impulsó los matrimonios y protegió el azúcar.
La personalidad del gobernador Alejandro Heredia llena años movidos en la historia local y regional durante los tiempos de Juan Manuel de Rosas. Lo apodaban “El Indio” por el color oscuro de su piel. Nacido hacia 1786 en Tucumán, era un “general-doctor”, como Manuel Belgrano, casos raros en la historia argentina. Se había ganado los diplomas de maestro en Artes y doctor en Teología en la Universidad de Córdoba, en 1808, y hasta enseñó allí un par de años.
Pero prefirió el sacudón de la guerra al aburrimiento de los claustros y los latines. Renunció a la cátedra para enrolarse como teniente en el Ejército del Norte, en 1810. No alcanzó la victoria de Suipacha pero sí la derrota de Huaqui, y las batallas que siguieron: Nazareno, Las Piedras, el Campo de las Carreras de Tucumán (donde Belgrano lo recomendó “muy particularmente” al gobierno central), el Campo de Castañares de Salta. Y en la posterior campaña, los desastres de Vilcapugio y Ayohuma.
Valiente guerrero
En todas mostró que era bravo, y que merecía las tirillas de capitán primero y de sargento mayor después. Cuando San Martín tomó el mando del Ejército del Norte, revistó en las avanzadas de la vanguardia de Martín Güemes. Luchó en las guerrillas gauchas que defendieron Salta, y sableó junto a Gregorio Aráoz de La Madrid. Siguieron las batallas: Puesto del Marqués, Venta y Media, Sipe-Sipe. Tras haber sido herido, en 1817 ya tenía grado de teniente coronel. Formó entre los amotinados de Arequito y volvió a Tucumán con un destacamento. Estuvo un tiempo en Salta, y se casó allí con Juanita Cornejo Medeiros.
Después, Güemes lo nombró jefe del Estado Mayor. Juntos, pelearon contra los realistas y luego contra el gobernador de Tucumán, Bernabé Aráoz, tan detestado por el jefe salteño. En 1824 fue diputado al Congreso Constituyente, primero por Tucumán y después por Salta. Por esa época le cayó simpático el joven Juan Bautista Alberdi. En Buenos Aires le enseñó los rudimentos de latín e incluso gestionó, ante Facundo Quiroga, un viaje de estudios del tucumano a Estados Unidos, que no llegó a realizarse.
El gobernador
La causa federal lo hizo suyo, y en 1827 ya cabalgaba por La Rioja, Catamarca y Salta, para lograr que sus gobernadores confiaran a Dorrego el manejo de las relaciones exteriores. Fueron los pasos previos a su gran entrada en la política. Ella ocurrió en enero de 1832, cuando Quiroga lo hizo elegir gobernador de Tucumán tras la derrota unitaria de La Ciudadela.
Hasta entonces, sólo había mandado tropas y no tenía experiencia de gobernar. Pero se las arregla. Quiere ordenar la vida de una población que no tiene un instante de sosiego desde hace más de diez años. Han vivido en la zozobra continua de las guerras entre los Aráoz y los López, de los gobernadores por un día, de los saqueos y de los empréstitos forzosos. Ya que no podía “hacer el bien”, buscaría “evitar el mal”, les dijo de entrada. Y se lanza entonces a la tarea de hacer funcionar el gobierno como él lo concibe. Se siente una especie de padre, con la misión de reglamentar todo, desde lo más grande hasta lo más trivial.
Decretos rigurosos
Dispone un censo, para saber cuántos viven y de qué se ocupan. Arma una especie de correo provincial en base a veloces jinetes y postas, para que llevaran las cartas del gobierno. Prohíbe que lo vengan a visitar en el despacho quienes no tengan nada que hacer: fuera del trabajo, les dice que “tendría un placer en guardar sociedad con ellos y aprovecharse de sus luces y conocimientos”. Como nadie sabe qué leyes rigen, usa la tipografía de la imprenta pública para editar un “Registro Oficial”. El orden exige terminar con las tentaciones. Por eso fulmina con decretos los juegos de naipe -“de envite y tuteo”-, así como “las correrías y galopes en grupo por la calle” en el carnaval, y las pulperías volantes. A las mujeres de vida fácil también las mete en vereda: dispone, en un bando, que la que no tenga ocupación deberá buscarla en ocho días, salvo que quiera ser “reputada y tenida por ociosa y vaga”, y vérselas con la policía.
Fiestas y tragos
Pero no es un misógino y le gustan las fiestas. Bien lo saben las chicas alegres del Bajo, en cuyas reuniones de aguardiente, baile y vidalita figura como asiduo concurrente. No va solo. Lo acompañan los muchachos jóvenes, los intelectuales de Tucumán de ese tiempo: Brígido Silva, Salustiano Zavalía, Marco Avellaneda, Baltazar Aguirre. Con ese cortejo siente reverdecer sus latines y sus lecturas de Córdoba, y satisface sus vanidades de brillo social. A Heredia le gustan los tragos: demasiado, según las cartas que el rencoroso santiagueño Juan Felipe Ibarra envía a Rosas.
Quiere dar a Tucumán toques clásicos. Planea trasladar la villa de Monteros y denominarla “Alejandría”, y bautiza “Arcadia” a su estancia del sur. Y no solo la administración pública y el orden municipal le importan. Hay que renovar las estructuras donde el poder se conecta con la gente. Prohíbe que los médicos cobren a los pobres. Quiere que los tucumanos se casen, porque los matrimonios son importantes “para el engrandecimiento de la sociedad en el orden físico y moral”. De allí sale su curiosa ley de fomento de bodas, donde dispone que todo el que las contraiga, goce de “una plena exención de las contribuciones ordinarias por el término de cuatro años”.
Hay que educar
Aparte de los matrimonios, hay que educar. En Tucumán, si no fuera por que franciscanos y dominicos enseñan en sus conventos como Dios los ayuda, nadie sabría ya leer ni escribir. Ahí está, escribe Heredia, “el origen de todos los desórdenes”. Entonces empieza a fundar escuelas, sobre todo en el campo, “donde la vida solitaria y sin relaciones ha arraigado costumbres casi opuestas a los deberes del hombre en sociedad”. No se agota en la fundación. Urde unos reglamentos minuciosos para el aprendizaje. Ordena que a los niños pobres se les den gratis los libros, papeles, plumas y tinta. Su gran creación es una escuela modelo, bajo el sistema de Lancaster, que por entonces hacía furor. Además, ordena que se enseñen a los chicos buenos modales, respeto a los padres, ancianos y gobernantes. Pero prohíbe la pena escolar de azotes, porque no es propia de “ciudadanos libres”. Idea un Colegio de Ciencias en el convento franciscano. Y después una Escuela de Música, a la vez que erige un teatro en la calle del costado norte del Cabildo.
Protector del azúcar
La fiebre reformadora de Heredia abarca todo. No ha perdido de vista que aquel experimento del doctor José Eusebio Colombres con las cañas moradas -que ya han empezado muchos a imitar- merece que se lo fomente. Y envía a la Legislatura la primera ley de protección al azúcar, imponiendo un fuerte tributo a la que llegue de afuera. Se percata de que a la gente se le han cargado muchos empréstitos que nunca se rescatan, y empieza a pagarlos: en 1836 comunica que “poco o nada” quedaba de aquella deuda. Modifica la administración de Justicia y termina con muchos pleitos viejos. También hace el amague de dar a Tucumán una Constitución, después de adherirla al Pacto Federal de 1831.
Proclamó tolerancia hacia los opositores, con la política de “fusión de partidos”, que trataba de superar la división de “unitarios” y “federales”: Rosas, alarmado, lo puso en guardia contra semejante criterio. Porque se lo pidió Alberdi en un brindis, no tuvo inconveniente de perdonar, en 1834, a Gerónimo Helguera y Ángel López, condenados a muerte por revolucionarios. Como todos los autócratas, obraba por impulsos. Una ira suya podía arrastrar un hombre al pelotón -dice Terán- pero un rato de buen humor podía conseguir lo increíble.
Ataque en Lules
Usó su poderoso ejército para dominar a las provincias vecinas. Logró que las Legislaturas de Salta, Jujuy y Catamarca le confirieran el inédito título de “Protector”, y terminó con las constantes invasiones de los unitarios Javier López y Ángel López haciéndolos fusilar. Lleno de ambiciones políticas de predominio, convenció a Rosas de que la Confederación Peruano-Boliviana era una amenaza y que le declarara la guerra, en 1837, con él como jefe del Ejército de Operaciones. Fue un paso muy desacertado. El conflicto se arrastró en operaciones indecisas, sin adquirir nunca carácter nacional, y constituyó un desastre tanto para la estrella política de Heredia como para la economía de las provincias del Protectorado.
El 12 de noviembre de 1838, a la altura de Lules y cuando se dirigía en carruaje a la estancia de Arcadia, una partida de jinetes armados al mando de Gabino Robles ultimó a Heredia a tiros y puñaladas. El matador lo odiaba por un agravio personal de tiempo atrás. Pero los historiadores revisionistas han preferido conjeturar que Robles fue sólo el brazo armado de la conspiración unitaria que, en 1840, cristalizaría en la Liga del Norte contra Rosas.