Luisa Díaz Vélez, esposa de Gregorio Aráoz de La Madrid, compartió sin una queja la azarosa vida del guerrero, tanto en la Argentina como en Bolivia, Chile, Perú o el Uruguay. Murió durante la epidemia de fiebre amarilla.
Luisa Díaz Vélez era una linda y alegre chica porteña. Había nacido en 1801, justo cuando empezaba un siglo de muchas novedades para la Buenos Aires colonial. Su padre, el doctor José Miguel Díaz Vélez, abogado por la Universidad de Chuquisaca y rico hacendado, era tucumano de origen, y era porteña su madre, María del Tránsito Inciarte y Maciel.
Tenía Luisa varios hermanos, de los cuales figuran en la historia un bravo militar, Ciriaco, y un destacado médico, Justiniano. Buena parte de su infancia transcurrió en Concepción del Uruguay. Allí su padre ocupó todos los cargos importantes, desde alcalde para abajo, antes de que el general Manuel Belgrano lo nombrara Comandante General de Entre Ríos. Volvió a establecerse en Buenos Aires -donde tenía grandes campos- durante la primera mitad de la década de 1810.
En 1820 llegó a alojarse en la casa de los Díaz Vélez un aguerrido oficial del Ejército del Norte, Gregorio Aráoz de La Madrid. Era pariente de la familia, ya que la madre del doctor Díaz Vélez se llamaba Petrona Aráoz. A los pocos días, el primo tucumano y Luisa estaban enamorados. Tres meses más tarde se casaron en la parroquia de San Nicolás de Bari, el 1° de setiembre. El novio contaba 25 años y la novia 19.
Imposible de sujetar
En sus famosas “Memorias”, comenta La Madrid que esa boda “fue el más interesante objeto, para mí, de toda mi vida”. Pero Luisa no llevaba un mes de casada cuando percibió la imposibilidad de sujetar a su marido a cualquier tipo de existencia hogareña.
Cuando nació el primer niño, él estaba de campaña. “Conocí a mi primer hijo, Gregorio, que me lo presentó su madre por la ventana de la sala, al pasar, y le dí un beso de a caballo”, cuenta. Al llegar los dos siguientes, Francisco Ciriaco y Bárbara (ahijados, respectivamente, de Juan Manuel de Rosas y de Manuel Dorrego, con sus cónyuges), Luisa tuvo algo más de suerte. Por entonces, La Madrid pasaba por un efímero intervalo de estanciero en Guardia del Monte.
Pero ya había partido en campaña cuando murió Bárbara, “mi Barbarita, que la había dejado de quince meses sana y era todo mi querer”, recordará el general. Por esos años Luisa permanecía en desesperanzada espera en Buenos Aires, y sólo se enteraba de las peripecias del marido por cartas y por rumores. Es sabido que, en la batalla de El Tala, tantas heridas tenía que lo dieron por muerto. En la calle, una mujer que pasó al lado de Luisa dijo en alta voz: “Qué ajena va esta de que su marido ha muerto: toda su ropa ensangrentada y hasta sus armas están en poder de Quiroga”. El maligno comentario la dejó “gravemente enferma, sorda como una tapia y en extremo mala”.
Hasta La Ciudadela
Dos años después del último encuentro, Luisa y el general se reunieron en Luján. La Madrid recuerda que su semblante “estaba todavía demudado” por los rumores de su muerte, y “al verme poco menos que cadavérico, no pudo menos que echarse a mis brazos toda anegada en llanto y exclamando: ¡Gracias a Dios que te veo!”. Pero no pasa mucho hasta que deben separarse, porque la guerra no cesa. Cuando La Madrid vuelva, le presentará otra hija, Mercedes. Pensando que pueden estar juntos, Luisa viaja con todos los chicos a Córdoba y luego a Tucumán, donde nacerá otro hijo, Pedro Miguel.
Vendrá después la terrible experiencia de La Ciudadela, en 1831. Perdida la batalla con Facundo Quiroga, La Madrid rumbea al norte. En la posta de Ticucho se enfurece al ver que las esposas de José Frías y Javier López, al huir al exilio, no han traído a Luisa y los chicos en la carreta. Luisa, entretanto, cruza la plaza de Tucumán entre los cadáveres de soldados y jefes fusilados. Quiere entrevistar a Quiroga y pedirle su pasaporte.
La dureza del exilio
El “Tigre de los Llanos” la humilla. Hace abrir su equipaje, le exige informaciones sobre el ejército, la amenaza, la tiene incomunicada varios días y finalmente la deja partir. En tierra altoperuana, cerca de Mojos, recién se encontrará con La Madrid. “Quedéme consternado al verla: un triste colchón metido en un almohadón viejo que le habían proporcionado y metido en un carguero, era todo su equipaje. ¡Su vestido, como el de mis tiernos y desventurados hijos, no era otro que el puesto!”
Sin quejarse, empezarán los La Madrid la dura experiencia del exilio, mientras siguen naciendo hijos: Tomasa Berenice, en Lima; Nieves del Tránsito, en Montevideo. Son viajes marcados por incontables sacrificios. Por ejemplo, atraviesan las montañas de Tacna hacia La Paz en mulas. Merceditas y Pedro Miguel viajan dentro de unas árganas, y la limeña Tomasa tiene su cuna atada con correajes al cuello del general.
Después, desde Montevideo, Luisa se traslada a Buenos Aires, al saber la muerte de su padre. Un día llega de visita a la casa el general Quiroga, convertido en persona afable y cordial. Su sola vista le produce tal terror que vuelve a cruzar el Río de la Plata con los chicos.
Caseros, la última carga
Durante la etapa “federal” de La Madrid, tendrá Luisa un respiro en Buenos Aires. Es breve. Vienen después, desde 1840, el viaje a Tucumán rumbo a los sucesos de la Liga del Norte, las catástrofes unitarias de Quebracho Herrado, Famaillá y Rodeo del Medio, y luego otra vez el exilio. Luisa parte a Bolivia con la familia del desventurado Marco Avellaneda, a tiempo que La Madrid cruza la Cordillera. En Potosí se encontrarán. Como en 1831, Luisa y los chicos “no llevan más que la ropa puesta con la que habían salido de Jujuy”.
Sigue la vida errante del exilio. Y nacen más hijos: Tomás Ciriaco, en Copiapó; José Ignacio, en Santiago de Chile. Y la tragedia del fusilamiento de Francisco Ciriaco, en 1842, dispuesto por Nazario Benavídez. La penuria económica de los La Madrid no cesa. El general vive del socorro de los amigos, o ejerciendo de panadero o de fabricante de velas para sobrevivir. Pasan a Montevideo, donde el matrimonio y los siete chicos duermen en el suelo.
Luisa volverá a Buenos Aires en 1852, tras la batalla de Caseros. En esa acción, La Madrid, a los 57 años, ha cabalgado por última vez al mando de una división. El general morirá el 5 de enero de 1857, “casi en la indigencia y en solitario albergue”, escribe el general Garmendia. Veintitrés años más tarde, por ley 307 del 3 de agosto de 1880, el Estado Nacional acordó una pensión a su viuda. Pero nada sabríamos del fin de Luisa Díaz Vélez, si no existiera el testimonio de Carlos Guido y Spano en su “Autobiografía”.
La fiebre amarilla
Cuenta que corría 1871 y que azotaba a Buenos Aires la terrible epidemia de fiebre amarilla. Una noche, Guido y Spano estaba de guardia en el local de la Comisión Popular. Serían las diez cuando llegó una criada despavorida: pedía un ataúd para enterrar a su patrona, Luisa Díaz Vélez, que acababa de morir. No podía conseguir a sus hijos ni a amistad alguna.
Guido y Spano toma el asunto como propio, porque sabe que un carromato municipal irá a buscar el cadáver de Luisa para arrojarlo a la fosa común. Logra conseguir un féretro, un carruaje, y antes de la medianoche arriba a la casa.
“Contemplé su cadáver: una santa”, narra. Minutos después, iba camino del Cementerio del Sur. Era un enterratorio habilitado en 1867 sobre la hoy avenida Caseros, que sería clausurado pocos meses más tarde.
“Me sentí entonces -cuenta- melancólicamente envanecido de que a mí y no a otro de mis compañeros -que cualquiera hubiese hecho lo mismo-, me tocase el privilegio altísimo de aquella triste custodia. ¡Qué vueltas no dá el mundo! Un hijo del general Guido, que siempre había figurado en el partido contrario al del general La Madrid, durante nuestras guerras civiles, era el designado por la suerte para sepultar a la fiel compañera de ese bravo soldado”.
Beso en las tinieblas
Llegaron al cementerio. Guido y Spano dispuso que el joven chileno Pereira, que lo acompañaba, se quedase en el coche. Luego de aporrear la verja logró que el viejo sepulturero, farol en mano, abriese y lo hiciera hablar con Carlos Munilla, administrador del camposanto.
Munilla le advirtió que debían dejar el féretro en la capilla. No había tiempo para cavar fosas y tenían ya más de doscientos cuerpos insepultos. “No, ahora mismo la hemos de enterrar, no puedo, no debo abandonar estos restos”, insiste Guido y Spano.
Munilla sólo sabe que hay cuatro tumbas abiertas reservadas por la Municipalidad para sus miembros, y una ya está ocupada. “Pues bien, en la mejor de ellas, bajo nuestra responsabilidad, depositaremos nuestra muerta”, contesta el hijo del general Guido. “Munilla accede en el acto y entre ambos la sepultamos silenciosamente, a la luz de un farol”.
Guido y Spano cierra su conmovedor testimonio. “Cuando hube echado la última palada de tierra sobre aquellas reliquias veneradas, me pareció que mi madre me daba un beso en las tinieblas”.