El autor de “Una excursión a los indios ranqueles” hizo de su existencia una auténtica novela. Militar, político, “dandy”, duelista, viajero, no hubo terreno que dejara de frecuentar.
Hace veinte días, se cumplió un siglo de la muerte de Lucio V. Mansilla, que ocurrió en París el 8 de octubre de 1913. Salvo la breve pero ajustada nota de Miguel Ángel de Marco en “La Nación”, no recuerdo haber leído que alguien evoque a ese personaje único que fue el autor de “Una excursión a los indios ranqueles”. Esto además del tradicional silencio del Estado, en los aniversarios de la inmensa mayoría de los servidores públicos.
Miguel Ángel Cárcano lo vio de niño en el hotel Mirabeau, de la capital francesa. Mansilla tenía entonces más de setenta años, pero mantenía erguida y esbelta su alta estatura. Llevaba la galera inclinada sobre la oreja izquierda.
Atuendo extravagante
“Usaba un cuello como el de los sacerdotes, prendido detrás, ajustado por una estrecha barra de oro, y la corbata plastrón de raso negro iluminada por una turquesa rodeada de diamantes. Vestía levita con solapas de seda, pantalón con pequeños cuadros blancos y negros, el chaleco de terciopelo color borra de vino, cruzado por una gruesa cadena de oro con sonoros dijes colgantes”. Lo cubría un “cavour” negro con “flotante sobrecapa”
Las manos de Mansilla eran “pulcras, de afilados dedos, cargados de anillos con zafiros y brillantes”. Llevaba una pulsera de oro y aferraba un bastón de malaca con iniciales cinceladas en el puño. El niño quedaba admirado viendo la manera con que tomaba un monóculo con aro de carey y lo “colocaba con naturalidad en su ojo inquisidor, bajo las cejas hirsutas y levantiscas”.
Nunca pudo olvidar Cárcano el gesto de este personaje que, “apoyando su mano izquierda en la cadera, avanzaba lentamente, inclinándose como un cortesano, para besar la mano de mi madre y murmurar una frase amable”.
Atracón de arroz con leche
Lucio Victorio Mansilla nació en Buenos Aires en 1831, hijo del general Lucio Norberto Mansilla y de Agustina Ortiz de Rosas, hermana del famoso dictador porteño. Fue revoltoso desde chico. Tenía 17 años cuando se enamoró de Pepita, una joven modista francesa. Resolvió huir con ella a Montevideo, para casarse, plan que la Policía pudo desbaratar.
Tras encerrarlo un tiempo, los padres lo mandaron a “hacerse hombre” en los campos de la familia. No se aficionó a los trajines rurales. Optaron entonces por hacerlo viajar. Anduvo por ciudades de Europa, por Turquía, por Egipto. Al volver, llamó la atención en las calles porteñas por la extravagancia de sus atuendos. Marcaba así el estilo que practicaría toda su vida desde entonces.
Al poco tiempo, fue a visitar al todopoderoso tío Juan Manuel de Rosas. Este, fastidiado por que había demorado en saludarlo, le aplicó una de sus crueles bromas. Mientras le leía lentamente su último -y larguísimo- mensaje a la Legislatura, le convidó un gran plato de arroz con leche. Cuando lo terminó, Rosas hizo traer otra ración muy generosa. Y a pesar de las negativas desesperadas de Lucio, dispuso traer otras más, hasta llegar a la séptima. Entonces, le dijo que podía ir a su casa y terminar de leer el mensaje. Lucio lo hizo a duras penas y al borde del vómito.
En Paraná y en Pavón
Luego de derrocado su tío en la batalla de Caseros, partió a Europa en compañía del padre. Recorrieron París (donde el general presentó su amiga Eugenia de Montijo a Luis Napoleón) y visitaron, en Inglaterra, a Rosas y a Manuelita. De vuelta en Buenos Aires, Lucio empezó la carrera militar y también la de escritor y periodista.
Tuvo un sonado incidente en 1856 en el teatro, cuando retó públicamente a duelo al senador José Mármol, por considerar que su novela “Amalia” hablaba mal de Lucio padre. El lance no se realizó, pero Mármol hizo arrestar y desterrar al insolente joven. Se asiló entonces en Paraná, capital por ese tiempo de la Confederación Argentina. Allí hizo periodismo, anudó amistad con personajes como Urquiza, Guido, Del Carril y otros -que evocaría magistralmente en “Retratos y recuerdos”- y fue diputado al Congreso.
En 1859 volvió a Buenos Aires. Siguió en el periodismo, publicó varias traducciones y en 1862 participó en la batalla de Pavón, donde ascendió a capitán. Escribió sobre temas militares y difundió en la prensa sus recuerdos de viajes, además de continuar con traducciones ejecutadas con esmero, que alternó con obras de teatro.
Paraguay y los ranqueles
Al estallar la Guerra del Paraguay, peleó con valor en el frente, sin dejar las crónicas y ensayos periodísticos. Llegó, por merecidos ascensos, al grado de teniente coronel.
Experto tirador y pendenciero, en 1863 se batió a duelo con el poeta Juan Chassaing, a quien hirió levemente. En 1868, abofeteó a Carmelo Rosende, cuñado de Mitre: cuando este le envió los padrinos, no los aceptó por considerar que el retador “no era un caballero”. Militó a favor de la candidatura presidencial de Domingo Faustino Sarmiento y pensó que este, al ganar, lo nombraría ministro. En cambio, el sanjuanino lo designó comandante en la frontera de Río Cuarto.
Fue una etapa en la cual no dejó de tener problemas con los superiores jerárquicos. Su viaje al interior de la zona dominada por los aborígenes, le daría material para su libro más célebre, “Una excursión a los indios ranqueles”, auténtico clásico de las letras argentinas, que publicó primero en forma de cartas en el diario “La Tribuna”.
Duelos trágicos
Fue uno de los valientes luchadores contra la epidemia de fiebre amarilla en 1871, sin dejar nunca el periodismo. Diputado nacional en 1876, fue reelegido al año siguiente. De 1878 a 1880, se desempeñó como gobernador del Chaco.
Este último año retó a duelo a Pantaleón Gómez, periodista de “El Nacional”, quien resultó muerto en el lance. Años después, comentó que había disparado el tiro mortal aunque no pensaba hacerlo, porque de pronto “creí notar en su fisonomía un gesto repulsivo de odio”. En 1883, desafió y ultimó al periodista Pierre Mayence, en París.
Fue desdichada su intervención, como padrino, en el lance a pistola entre Lucio V. López y el coronel Carlos Sarmiento, que terminó con la muerte del primero. Se decía que, disparados los tres tiros sin consecuencias, propuso a los duelistas: “¿qué les parece un tirito más, antes de amigarse?”. El cuarto “tirito” hirió fatalmente a López.
Viajó a Europa en comisión oficial y fue elegido otra vez diputado al Congreso. Lo sería de nuevo en 1886. En los debates, Mansilla hablaba prácticamente de todo lo que le pasaba por la cabeza. Hacía chistes, digresiones literarias, y apoyaba a su partido o no según el humor de ese día. En 1890 fue ascendido a general de división.
En el diario “Sud América”, empezó a publicar una columna llamada “Entre nos. Causeries de los jueves”. Era una mezcla de anécdotas, retratos y reflexiones que mostraba tanto su sentido del humor como sus gustos de literato y su profundo conocimiento de la vida. Las “causeries” serían compiladas luego en varios tomos.
Alguna vez se confesó. “Rasgo principal de mi carácter: preguntarlo a alguna mujer que me conozca bien. Cualidad que prefiero en el hombre: la reserva. Cualidad que prefiero en la mujer: la discreción. Ocupación que prefiero: las armas. Lo que más detesto: la mentira. Flor que prefiero: la rosa. Animal que prefiero: el caballo. Mis prosistas favoritos: Montesquieu, Bossuet, Cervantes y Goethe. Mis poetas favoritos: Shakespeare, Moliere y Cátulo. Mis políticos preferidos: los que no mienten. Cómo quisiera morir: repentinamente”.
Letras y diplomacia
En sus viajes a Europa, llegó a hablar siete idiomas y trató a literatos como Maurice Barrés (quien prologó uno de sus libros), Edmond Rostand, Robert de Montesquiou y Marcel Proust, por ejemplo. El presidente Julio Argentino Roca lo nombró ministro plenipotenciario en Alemania, Austria, Hungría y Rusia, cargos que llenó con gracia y buen humor hasta 1902.
En medio de sus innumerables viajes, seguía produciendo literatura de gran calidad y poderoso interés. Por ejemplo “Rozas. Ensayo histórico psicológico”, “En vísperas”, “Mis memorias”, “Un país sin ciudadanos”, aparte de sus colaboraciones en “El Diario”, con el título de “Páginas breves”.
Entristecido por los achaques de la edad y con la vista debilitada, murió en París hace un siglo, dos meses antes de cumplir los ochenta y dos años. Mujeriego y galanteador, se casó dos veces. Una con su prima hermana Catalina Ortiz de Rosas, con la que tuvo cuatro hijos, todos fallecidos antes que él. La segunda nupcia fue con Mónica Torromé, una viuda con edad suficiente como para ser su hija.
Criollo y parisiense
Le gustaba autorretratarse. Escribió, por ejemplo, que “no habiendo podido dominarme, di rienda suelta a mi lengua y, como era natural, contraje el mal hábito de pensar sin reserva. Esto me proporcionó muchos goces e igual número de enemigos”. En cuanto a su vida, la llamó “un pobre melodrama con aires de gran espectáculo, en el que he hecho alternativamente el papel de héroe, de enamorado y de padre noble, pero jamás el de criado”.
Paul Groussac, tan reacio al elogio, no pudo menos que brindárselo en “La Biblioteca”. Lo llamó “excursionista del planeta y de las ideas”, capaz de “derramar sus experiencias en monólogos chispeantes y profundos, o en páginas sueltas casi tan sabrosas como sus pláticas”. Había “compuesto su vida como un poema romántico”. Y “¿cómo no admirar al que logró amalgamar en su persona al parisiense y al criollo, al gentilhombre y al comandante de frontera, al duelista y al ’causeur’ de salón, al escritor moralista y al feminista profesional, al descubridor de minas y al cateador de ideas, al autor de dramas y al actor de tragedias?”.