El agrimensor tucumano, vinculado a la familia del creador de la bandera, aportó a Bartolomé Mitre valiosas referencias para su plano de la batalla de Campo de las Carreras.
En 1885, el general Bartolomé Mitre publicó su cuarta edición de la “Historia de Belgrano”. El plano de la batalla del 24 de septiembre de 1812 que allí se inserta, fue ejecutado con el aporte de un tucumano, don Marcelino de la Rosa. Alguna vez hemos tocado aspectos de su interesante vida
Don Marcelino tenía gran vinculación con el general Manuel Belgrano. Su esposa, doña Gertrudis Liendo, era prima hermana de Dolores Helguero, la joven de cuyos amores con el general nació una hija, Manuela Mónica Belgrano. Por esa vía trató largamente a la familia del prócer, y fue apoderado, en Tucumán, tanto de Manuela (casada luego con Manuel Vega Belgrano) como de sus hijos Carlos y Flora Vega Belgrano. En esa calidad, participó en varios trámites relativos al terreno que poseía en nuestra ciudad el creador de la Bandera, y que su hija heredó.
Las “Tradiciones”
Es más que probable que ese vínculo impulsara también su interés por todo lo que se refiriese específicamente a la batalla de Tucumán. Según la tradición familiar, De la Rosa –que se ganaba la vida con tareas de agrimensura- había alcanzado a medir con su teodolito el terreno donde se desarrolló la acción, antes de que la apertura de calles y la proliferación de edificios hicieran irreconocible el viejo Campo de las Carreras y su entorno.
Además redactó en 1890 sobre la famosa batalla, una crónica llena de interés. Póstumamente, se publicó como apéndice en el primer tomo de las “Memorias” del general Gregorio Aráoz de La Madrid, con el título “Tradiciones históricas de la guerra de la Independencia Argentina” (1895). Para su trabajo, don Marcelino había recabado -decía en nota al pie de página- el testimonio de actores o calificados testigos del combate, a quienes llegó a tratar. Entre ellos, el cura Lucas Córdoba; el gobernador Alejandro Heredia; el boticario del Ejército, Hermenegildo Rodríguez; la viuda de Bernabé Aráoz, doña Teresa Velarde, y Felipe Alberdi, hermano del prócer.
Croquis para Mitre
Por medio de un amigo común, Belisario Saravia, fue que De la Rosa envió al general Mitre un croquis de la acción. Tuvo por respuesta una larga carta, fechada 10 de septiembre de 1885. Su original estaba en poder de doña María Elisa Colombres de De la Rosa y vale la pena entresacar sus párrafos principales. Mitre agradecía “el precioso croquis” elaborado en base a “sus recuerdos y sus conocimientos personales y científicos, del terreno de los alrededores de Tucumán”. Lo calificaba de “trabajo notable, que hace honor a usted y por el cual le anticipé mis agradecimientos, que ahora reitero”.
Le informaba Mitre que “como acto de justicia y en prueba de mi agradecimiento, en el plano topográfico de la Batalla de Tucumán que he mandado grabar en París para la cuarta y definitiva edición de la ‘Historia de Belgrano’, le he puesto la siguiente inscripción: Plano coordinado por Bartolomé Mitre, según datos del ingeniero geógrafo don Marcelino de La Rosa combinados con la tradición”.
Elogios del general
También había leído, decía, “la carta explicativa” del 1 de septiembre que De la Rosa dirigió a Saravia con respecto al croquis. La conservaría, aseguraba, “como un valioso documento”. Igual cosa haría con la “muy interesante carta explanatoria del 11 del corriente”, enviada por De la Rosa, y que constituiría para él tanto un recuerdo como “un documento histórico”, muestra “de su buena voluntad, a la par que de su inteligencia profesional y de su patriotismo”.
Agregaba Mitre que, “habiendo marchado ya mi manuscrito a París, no tendré tiempo de utilizar las observaciones y correcciones que usted me hace, pero las tendré presentes para aprovecharlas en alguna oportunidad, a fin de que su trabajo sea utilizado como corresponde”. Terminaba admirando “la fidelidad de su memoria y la firmeza de su pulso en la edad que felizmente ha alcanzado, y sobre todo la lozanía de sentimientos juveniles que revelan sus escritos”.
Los años chilenos
Marcelino de la Rosa había visto la luz en Monteros, el 26 de abril de 1810, según consta en el diario personal cuya escritura inició en Copiapó en 1852. Era hijo de Antonio de la Rosa, “nacido y criado” en la ciudad capital, y de Dolores Toledo Pedraza, monteriza. Largos tramos de su vida permanecen en la incógnita. Se sabe que en 1832 fue “admonitor” del colegio sistema Lancaster que el gobernador Alejandro Heredia fundó. Sus apuntes indican que 20 años más tarde partió a buscar fortuna a Chile.
Permaneció en ese país por lo menos hasta 1860, salvo una temporada en Bolivia, en 1855. Se hizo amigo entonces de don Domingo de Oro, a tiempo que trabajaba en la explotación de minerales y otros negocios. Nunca logró que se hicieran realidad aquellos sueños de fortuna que lo movieron a dejar Tucumán.
Fue después de la larga etapa chilena (prolongadísima, si se piensa que era un hombre casado con cinco hijos, y que su esposa le pedía constantemente que regresara) que se dedicó a la agrimensura. Por eso, en diversos documentos de la época se lo llamaría “ingeniero”, o “agrimensor”, o “topógrafo”. En 1878 el Gobierno de Tucumán lo designó, junto con Carlos Lowenhard y Teodoro Carmona, para que confeccionara un proyecto de reglamento de ejercicio de la Agrimensura.
Letras elementales
Hablamos arriba de un diario personal que empezó a redactar en Copiapó. Su original llegó a nuestro poder y el contenido tiene gran interés: no sólo por las referencias sobre su vida, familia y negocios, sino por el testimonio que aporta respecto de ciertas realidades de su tiempo.
Por ejemplo, dice que la educación que los padres daban a por entonces a sus hijos, “se reducía únicamente a leer, escribir y sacar cuentas”, y que “las demás ciencias eran desconocidas para ellos y se ignoraba hasta el nombre. Ninguna noción tenían, ni los hombres de más saber, de la álgebra, geometría, ni de ninguna rama de las matemáticas. El dibujo, pintura y escultura, se ignoraban igualmente. La geografía, física, la civil o política; la cosmografía; la historia; las bellas artes, eran cosas como del otro mundo”, cuenta.
Según De la Rosa, las mujeres “no debían saber leer, para que no leyesen los billetes amorosos que les dirigiesen los jóvenes. No debían saber escribir, para que no los contestasen; y sin embargo de esto, estas precauciones eran inútiles. Ellas recibían sus billetitos y los hacían leer y contestar por otros”.
Universidad, muy poco
En cuanto a la educación superior, “muy pocos” padres enviaban sus hijos a la Universidad de Córdoba. “Sin embargo, no iban todos los ricos, ni eran ricos todos los que iban: eran únicamente los hijos de aquellos padres que habían salido de la esfera común… Los que iban de Tucumán llevaban ya formada su profesión: la Iglesia, o la abogacía. Muy raro era el que se destinaba a la medicina. Iban preparados también con la gramática latina, filosofía y teología que se enseñaba en Tucumán en los conventos. Algunos iban solamente con el latín, lo demás debían estudiarlo en Córdoba”.
Tras describir ligeramente las carreras, narraba que tanto los graduados en Derecho Canónico como en Derecho Civil, “hablaban en latín para dar más importancia a su saber, y eran tanto más ignorantes cuanto más vanos e hinchados se nos enseñaban”. Aclaraba que “sin embargo, había hombres de un talento singular que han hecho honor a su país y que hubieran valido mucho más si hubieran hecho otra clase de estudios”.
Un padre terrible
Además de estas apreciaciones, De la Rosa usa el diario para describirse a sí mismo. Confesaba que su carácter era “melancólico o sanguino, de cuyo temperamento creo que nace la hipocondría, enfermedad moral o del espíritu”. Cuenta que su padre le inspiraba verdadero terror. Lo obligaba a pararse militarmente cuando lo llamaba, a tener los ojos bajos, y lo azotaba a la menor falta.
Su miedo llegaba a tal punto que “cuando él entraba a la única sala que había, yo salía, y cuando él salía, yo entraba; siempre huyendo de él, pero no podía retirarme de aquel recinto porque entonces había azotes”.
Don Marcelino, al igual que su esposa, fueron retratados por el pintor Ignacio Baz. El óleo ha conservado la noble estampa de este tucumano: un gallardo viejo de barba blanca, con los brazos cruzados, que muestra una mirada penetrante y cierta ironía en el gesto. Marcelino de la Rosa murió en Tucumán el 21 de febrero de 1892, a la entonces avanzadísima edad de 82 años.