En 1799, cuando viajaba rumbo a la Universidad de Chuquisaca, debió permanecer dos semanas en cama, en nuestra ciudad
N o es para nada conocido que el doctor Mariano Moreno, personaje fundamental en la Primera Junta surgida por la Revolución de Mayo, debió pasar dos terribles semanas enfermo, en San Miguel de Tucumán a fines de 1799. Nadie lo conocía entonces. Era solamente un joven que iba en viaje al Alto Perú. No hay constancias documentales de este hecho, pero lo autentica el relato de su hermano, Manuel Moreno. Lo consigna en su libro “Vida y memorias de Mariano Moreno”, que editó en Londres en 1812, un año después de la muerte del famoso secretario de la Junta.
Mariano Moreno, como se sabe, nació en Buenos Aires el 23 de setiembre de 1778. Sus padres eran don Manuel Moreno Argumosa, español de Santander, y doña Ana María Valle, porteña. Tuvieron un total de catorce hijos, de los cuales Mariano era el primogénito. El chico estudió en la escuela pública, y fue su madre quien lo adiestró en escribir y en contar. En 1786 lo atacó la viruela, enfermedad que superaría, no sin que le dejara para siempre cicatrices en la cara.
Clérigos amigos
Los muchos hijos del matrimonio Moreno-Valle significaban gastos importantes, y Mariano no pudo entrar, en 1790, en el Colegio de San Carlos como colegial o alumno interno. Ingresó en calidad de “capista” como se denominaba a quienes asistían, como oyentes, a los cursos de Gramática Latina, Filosofía y Teología que se dictaban.
Cuentan sus biógrafos que fue fray Cayetano Rodríguez, el futuro congresal de la Independencia, quien apreció primero las dotes intelectuales del adolescente. Le facilitó el uso de la biblioteca del convento de San Francisco, y lo presentó a sus amigos. La gran ambición de Mariano Moreno era seguir -de acuerdo al deseo de sus padres- la carrera eclesiástica, en la famosa Universidad altoperuana de Chuquisaca. Era un propósito difícil de llevar a cabo, por los costos que exigían el viaje y la estadía.
El viajero
Siempre según los biógrafos, resultó providencial que, en el Colegio San Carlos, el presbítero Felipe Tomás de Iriarte, del arzobispado de Charcas, asistiera a una erudita exposición de Mariano. Por mediación de fray Cayetano, Moreno tuvo ocasión de tratarlo. Le cayó muy bien. Iriarte arregló tanto el viaje al Alto Perú, como el alojamiento del candidato, que tendría lugar en la casa del canónigo Matías Terrazas, un buen amigo de Iriarte.
El joven Moreno inició su viaje. Fue algo penoso. En esa época, no existían las diligencias y la única posibilidad de movilizarse era en carretas tiradas por bueyes, o a caballo. Fue esta última la que adoptó el aspirante a sacerdote. Era una aventura que duraba cerca de dos meses. Su hermano Manuel recordaría que en las “miserables postas” de la colonia no era posible encontrar “comida, cama, ni otra cosa más que caballos; y aun estos, a pesar de su extremada abundancia en el país, de una calidad perversa”.
En Tucumán
Narra que “era natural que las incomodidades de un viaje tan penoso causasen una impresión desfavorable en la salud de Moreno, que era de constitución débil”. Así, “aún no había llegado a la mitad de la jornada, cuando en Tucumán fue atacado de un cruel reumatismo, que le impidió el uso de todos sus miembros, y que lo tuvo postrado por más de quince días en cama”, escribe Manuel Moreno.
Agrega que la situación de su hermano era “más aflictiva”, dada la falta de médicos en el Tucumán de entonces. En efecto, dice, “era imposible procurarse los recursos del arte (de curar) porque en aquella ciudad apenas había uno o dos charlatanes, en cuyas manos hubiera corrido más peligro el enfermo si se hubiese confiado a su ignorancia”. Así, debía sufrir “todo este tiempo un confinamiento riguroso, y los dolores consiguientes a este pesado mal, junto con la mortificación de ver interrumpida su jornada”.
Singular cura
De acuerdo a la versión de Manuel, la recuperación de la salud de Mariano Moreno en nuestra ciudad, se debió “a una casualidad, o a un esfuerzo de la naturaleza”. Procedía a narrarlo: “Un día estaba más agravado que nunca de su enfermedad, y casi en términos de desesperarse; empeoraba su situación, una fuerte sed que lo devoraba, y las personas que lo asistían eran tan descuidadas que no acudieron por mucho tiempo a su llamada”. Entonces, “cansado de esperar”, divisó “una gran vasija de agua que estaba a poca distancia y al nivel de su cama”.
Hizo un esfuerzo para alcanzarla, lo que consiguió con mucho trabajo. Su estado de debilidad y la gran avidez con que bebía, determinaron que, en un momento dado, la vasija se le escapara de las manos, por lo que todo el líquido se derramó sobre su cuerpo. “Yo no sabré -dice Manuel- explicar físicamente este fenómeno, o acaso no estoy muy seguro en atribuir a este baño la súbita cura del mal; pero el hecho es que, aunque el doliente sufrió por lo pronto una conmoción extraña en su máquina, antes de catorce horas estuvo en pleno ejercicio de las funciones de sus miembros”.
En Chuquisaca
Ya recuperado, se preocupó de hacer arreglos para seguir su camino. “Sus compañeros de viaje lo habían dejado en este lugar por no poderse detener a esperarle, y no se sentía bastante robusto”. Pero, “tres o cuatro día más de demora le proporcionaron una compañía decente que viajaba despacio, y se reunió a ella para continuar su camino”. El primer día de viaje se detuvieron en una posta. Cuenta Manuel que su circunspecto hermano, al ver que sus acompañantes empezaban a jugar al naipe con fuertes apuestas, no pudo dormir, porque creyó que lo rodeaba “una partida de salteadores”.
Así, al cabo de “dos meses y medio” llegó, por fin, a Chuquisaca. El canónigo Terrazas lo alojó en su residencia, como había prometido. El joven porteño disfrutó allí de todas las comodidades. Como las ocupaciones de Terrazas lo tenían casi siempre ausente, pudo sentirse a sus anchas y beneficiarse con la lectura de la rica biblioteca del canónigo.
Vocación de abogado
Mientras tanto, desarrollaba sus estudios en la Universidad con gran aplicación. Pero decidió cambiar el rumbo de ellos. Luego de terminar los cursos de Teología se dio cuenta de que el Derecho y no el sacerdocio era su vocación. En 1804 se graduó de abogado. Cumplió la adscripción obligatoria de dos años en el bufete de Esteban Agustín Gascón y se doctoró, quedando autorizado para ejercer la abogacía.
Pero volvió a enfermarse del mismo mal que lo había atacado al promediar el viaje, cosa que lo obligó a pasar “más de dos meses confinado en la cama”, narra Manuel. Según este, su curación fue tan curiosa e inexplicable como la de Tucumán. Un día en que Terrazas daba un gran banquete, Moreno dejó la cama, se presentó en el salón del convite y se le ocurrió quebrar la dieta que el médico le había prescripto. Comió y bebió de todo. “Agonías mortales lo acometieron después de haber hecho este exceso; pero finalmente se puso bueno, y no volvió a experimentar el mismo mal en todo el resto de su vida”.
De vuelta
En 1804, se enamoró y se casó con la joven María Guadalupe Cuenca: ella tenía 14 años, mientras él contaba 26. Era hija de una viuda, criada en un monasterio. Tuvieron un hijo, Mariano, que nació el 25 de marzo de 1805. Cuando promediaba ese año, los tres decidieron abandonar Chuquisaca y regresar a Buenos Aires.
A mediados de noviembre, ya estaban en la capital porteña. Pronto empezaría Mariano Moreno a ejercer el Derecho, y a adquirir el rápido prestigio que le deparaban sus escritos judiciales. Como se sabe, su hora más alta -y más breve- llegaría en 1810, con la Revolución de Mayo.
Nunca hubieran supuesto los vecinos de San Miguel de Tucumán de 1799, que ese joven que tiritaba y se quejaba en una cama era nada menos que el futuro secretario de la Primera Junta de Gobierno Patrio.