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ANTIGUA BOTICA. Un grabado de la "Estadística Gráfica" de 1852, mostraba la fachada de la "Antigua Botica Massini", de Tucumán. LA GACETA / ARCHIVO

Una solicitud del belga Enrique Anginout.


En la segunda mitad del siglo XIX, los seudo médicos trajeron más de un problema a Tucumán. En 1852, el residente belga Enrique Anginout se presentó al Gobierno, a pedir que le permitieran ejercer la medicina.

Decía que había estudiado en África, aunque no le dieron los certificados “por circunstancias imprevistas”, cuando ya se encontraba “en estado de obtenerlos”. Pero había ejercido en Estados Unidos, en Chile y en provincias argentinas, autorizado por el resultado eficaz de sus curaciones. Advertía que no cualquiera podía evaluarlo, porque “los principios que forman mi sistema curativo son del todo modernos y por consiguiente no están bajo el dominio del ordinario empleado por los demás médicos, como que pertenecen a una escuela distinta”.

El Médico Titular, doctor Sabino O’Donnell, dictaminó que todo era falso: que en África no se estudiaba medicina y que ningún procedimiento curativo podía excluir “la base necesaria de todo sistema médico”.

Los pacientes de Anginout se quejaron porque estos trámites interrumpían su terapia. O’Donnell dictaminó sobre uno de ellos, Dolores Pacheco, grave enferma de elefantiasis. Informó que todas las aplicaciones de Anginout eran “irritantes y contraindicadas”. Pero que “esta enferma está muy agradecida a la asistencia que se le presta, y la fe que ella tiene en su médico le sirve de tópico calmante”. Aunque el expediente está trunco, pareciera que el pedido de Anginout no fue satisfecho. El fiscal insistió en la necesidad de acompañar el diploma, como requisito indispensable. Los títulos, expresaba, son “las garantías de los demás”.