
Hacían la visita de enfermos a caballo
En una carta de 1940, publicada en LA GACETA del 8 de setiembre de ese año, el doctor Vicente C. Gallo -por entonces rector de la Universidad de Buenos Aires- dedicaba cariñosos párrafos a evocar los médicos de su niñez tucumana. Citaba a los doctores Ezequiel Colombres, León de Soldati, Víctor Bruland, Juan Mendilaharzu, Ricardo Viaña y Tiburcio Padilla. Fueron, decía, “los viejos y respetables” profesionales “del antiguo Tucumán, con su vida patriarcal y sus costumbres sencillas”.
Recordaba que todos realizaban las visitas de sus enfermos “a caballo, conocido inequívocamente el de cada uno por el pelaje o algún signo material, inconfundible, que hacía el oficio de las actuales marcas de automóviles”. Agregaba que, en la puerta de la casa de los pacientes, un chico o chica del servicio cuidaba las mansas cabalgaduras.
Eso “mientras el médico, sin apremio ni apuro, conversaba con la familia, tomaba un mate o una taza de café, recetaba y con frecuencia, si se trataba de un hogar pobre o necesitado, dejaba disimuladamente el importe del remedio que habían de despachar luego las viejas farmacias de don Cosme Massini, de don Ricardo Reto o de don Ricardo Ibazata“. En la generación siguiente, “todos siguieron durante algún tiempo las costumbres sencillas de los predecesores, hasta que los progresos de la ciudad los acostumbraron al coche como medio de locomoción”.
Comentaba Gallo: “¡qué diferencia con los médicos de nuestros días siempre apurados, con los minutos contados para la rápida y fugaz visita, mientras el automóvil lo espera en la puerta para continuar la larga gira del día por hospitales, sanatorios o domicilios particulares o institutos oficiales!”