Mario Roque Rodríguez y José Ricardo Rocha dieron prestigio justificado a la Redacción de LA GACETA de medio siglo atrás. Dos hombres y dos estilos, con un denominador común de calidad humana y de generosidad
En la Redacción de LA GACETA de hace medio siglo, el jefe supremo, don Mario Roque Rodríguez, era uno de los personajes más característicos y singulares que me fue dado conocer. Nariz prominente, anteojos de grueso marco oscuro, muy flaco, jamás se vistió de otra manera que con traje formal, corbata y sombrero, a pesar de que ya nadie usaba este último. Sus camisas tenían los puños almidonados, muchas veces ceñidos por gemelos, y la moda de los mocasines nunca desplazó a sus zapatos negros con cordones. Jamás lo vi con otro atuendo, ni en el campo.
Había nacido en 1916 y cursó el bachillerato en el Colegio Nacional. Le gustaba narrar, de esa época, la famosa huelga estudiantil de 1932, en la que había sido del grupo dirigente. El periodismo lo atrapó a los veintiún años y ya no lo soltaría nunca más. Empezó como cronista suplente, fue secretario de Redacción en 1951 y en 1972 llegó a la jerarquía máxima de secretario general.
Toda una leyenda
Nunca lo vi de mal humor, ni le oí levantar la voz. Pero tenía autoridad absoluta y nadie hubiera osado discutir sus órdenes. Las emitía con serenidad y de una vez para siempre. Se quedaba en el diario hasta el minuto mismo del cierre. Examinaba todas las páginas, pero se detenía especialmente en su gran amor: la crónica policial.
Satisfecho finalmente, desarrollaba el rito de despedida en su escritorio. Hacía un rollo con la sexta de La Razón, traída en el avión de la noche, y se la calzaba a la espalda, bajo el saco, apretada por el cinto. Inmovilizaba con un candado el carro de la “Remington” y marchaba, escoltado por sus inseparables compañeros (Ventura Murga, el jefe de Noticias, y Fernando Villafañe, el jefe de Cables) rumbo a la vieja “Cosechera”, en la esquina de San Martín y Junín.
Cuando lo conocí, en 1962, ya era una leyenda. Los periodistas habían incorporado a su lenguaje los dichos únicos de don Mario. Eran la descripción más eficaz de gentes y de situaciones: salían de un manejo virtuoso del idioma popular recogido directamente en la calle, que tanto había caminado en décadas de notas y de reportajes.
“La Cosechera”, un templo
“La Cosechera” era su templo. Se sentaba siempre de cara a la puerta: aseguraba que un periodista no debía dar la espalda, porque uno nunca sabe. A la hora de resolver su comida, previamente escudriñaba qué plato ingerían los mozos en la trastienda: eso debía ser lo bueno.
Tomaba su vino con calma infinita, encantado de la rueda que hacíamos nosotros -con Domingo Padilla, Arturo Álvarez Sosa, Rubén Rodó y tantos más- a su alrededor, envuelto en la humareda de esos cigarrillos que prendía, uno tras otro, con un “Ronson” largo y de llama alta.
Pronto había que ensanchar la mesa, porque llegaban políticos como Arturo Ponsati o Arnaldo Ahumada; o singulares amigos como el médico Carlos Rodríguez Zelada o el dibujante Juan Lanosa. Son sólo unos pocos nombres, que recuerdo entre decenas.
Pero no puedo olvidarme de don Ramón Peralta, uno de los dueños del bar. Se acercaba a la mesa a la hora de cierre y escuchaba a los periodistas con admiración. Pero, si alguien tocaba el tema de la II Guerra Mundial, don Ramón los dejaba boquiabiertos: tenía una información enciclopédica de la marcha de los ejércitos aliados, y la vertía con una memoria fabulosa.
Interminables noches
Don Mario desplegaba paciencia infinita para escuchar, con atención, prácticamente cualquier cosa. Explotaba de risa ante los chistes ocurrentes. A los sucesos del día los miraba con filosófica serenidad y sin estremecerse. Nada parecía sorprenderlo. Y también le gustaba hablar del tiempo viejo. En su recuerdo, anécdotas insólitas tornaban más humanos -o más ridículos- a los protagonistas de la política. Pero su clásico era la huelga de la Fotia de 1949: todo novato de LA GACETA debía pasar por la ceremonia iniciática de escuchar ese relato. Que nunca llegaba a concluir, por las infinitas digresiones del narrador.
Salíamos de “La Cosechera” cuando ya estaban lavando los pisos y nos cercaba el agua jabonosa. Y la velada seguía en alguno de los restaurantes todavía abiertos. Más de una vez clareaba el día cuando nos despedíamos de don Mario en la puerta de su casa de San Juan al 700.
Así transcurrieron los años, con sus breves mañanas y sus largas noches. Cerró “La Cosechera” y, cuando reabrió remodelada, la desconocimos. Pasamos entonces a otros bares, mientras la edad iba cayendo sobre las espaldas de don Mario sin que nos diéramos cuenta. Su rápida enfermedad terminal fue una sorpresa para todos. Murió el 5 de octubre de 1983. Creo que nadie del diario, en todas sus secciones, dejó de llorar la partida de este periodista cuyo sano corazón estaba colmado de bondad, de comprensión y de amistad.
Rocha y el azúcar
Uno de los que nunca jamás nos acompañaba en esas interminables noches era José Ricardo Rocha. Como hombre de la casa y de la familia, hacia ese rumbo partía, presuroso, ni bien cerraba su tarea.
Rocha era uno de los brillantes profesionales que daban prestigio a aquella Redacción de 1962. Tenía entonces 38 años y estaba en LA GACETA desde los veintidós. Bachiller del Nacional y estudiante de Derecho, cambió los códigos por el periodismo: lo consideraba “una manera divertida de ser pobre”.
En el formulario de “curriculum” del archivo de LA GACETA, escribió que lo habían formado “José Avellaneda, Casiano Flores Franco y Joaquín Morales Solá, en el periodismo; Eduardo Mallea, en literatura, y Héctor P. Agosti, en la política”. Y, en el casillero de opiniones sobre la vida cultural, anotó: “creo que con Juan B. Terán, por ejemplo, éramos más valientes para examinar los problemas de la realidad”.
En el diario era el máximo especialista en la actividad azucarera. Su texto -que se identificaba con el arbitrario número “999”- desenmarañaba cotidianamente todo lo que se refería a los industriales, a los cañeros, a las zafras, a los precios, a los cupos. En fin, a esa endiablada madeja cuyas taquicardias afectaban a todos, pero que sólo unos pocos la entendían en esencia.
Buscar y conseguir
Rocha se las arreglaba para encajar aquel asunto tan intrincado en un lenguaje cuya eficacia y precisión revelaba tanto al periodista como al escritor de raza que era. Daba a cada uno lo suyo. Así se lo dictaban su solvencia y su profundo sentido de la ética del hombre de prensa. Por eso nunca los cañeros ni los industriales pudieron quejarse de la información ni del comentario de Rocha. Era un obstinado defensor de la actividad y la frase “Tucumán es azúcar” constituyó siempre su lema.
Buscaba con tozudo empeño la información y la conseguía, por inaccesible que fuese. Quedó famosa la anécdota de cierta reunión en la Casa de Gobierno, documentada en una acta reservadísima. Pero el secreto se fue al diablo, porque Rocha entró al despacho ya vacío y extrajo, del papelero, los carbónicos utilizados: leyéndolos a trasluz, pudo transcribir el contenido.
Y cuentan que, otra vez, en un reportaje al candidato Arturo Frondizi, resolvió apoyarse en la espalda de este para escribir, porque la sala bullía de gente y no divisaba una mesa. En un cariñoso artículo, Roberto Espinosa ha evocado estas historias.
Fogueado pero ingenuo
Sus ojos bonachones miraban a través de unos gruesos anteojos que, al escribir, se le corrían hasta casi la punta de la nariz. Estaba fogueado en el oficio, pero eso no le quitó cierta conmovedora ingenuidad. Un talante alegre lo hacía teclear su máquina sonriendo. Más de una vez, tarareaba tangos, que le encantaban. Me han quedado en el recuerdo las estrofas de “Che papusa oí”.
Era uno de los periodistas más buenos y generosos, entre los muchos que traté. En su alma no había lugar para la malicia ni para las actitudes torcidas. Estaba siempre dispuesto a dar una mano al metido en camisa de once varas. Me consta que, más de una vez, esa columna que aparecía firmada por algún compañero y que le valía felicitaciones, era obra íntegra de Rocha. Parecía tener siempre tiempo para ayudar y para escuchar.
Dije que era un escritor. En 1972, el Centro Editor de América Latina seleccionó su trabajo “Tucumán: raíz, presencia y destino” y lo editó en la divulgadísima colección “La Historia Popular”. Su escrito era un tributo de amor a la querida provincia. Quería explicar, con sencillez y en forma de epístola, qué significaba realmente Tucumán en el país.
Novelas que quedaron
Sé que tenía entre sus papeles, terminadas o casi terminadas, las novelas “Días de retreta” y “Los panes del Señor”, ambas de ambiente tucumano. Y que de jovenzuelo lo había tentado la poesía. En 1971, nos apenó que resolviera trasladarse a Buenos Aires con toda su familia. Había sentido siempre la atracción de la gran ciudad, pero no sé si ella respondió luego a sus expectativas. De todos modos, desde la sucursal porteña de LA GACETA seguía enviando su “Panorama azucarero”, siempre con información de primera mano y vaticinios sólidos.
Murió repentinamente en Buenos Aires el 22 de junio de 1991, pocos meses después de haberse jubilado. Quienes lo conocimos, no hemos de olvidarlo, aunque los años sigan su paso veloz.