Discurso del tucumano Avellaneda en 1880
Entre los discursos del tucumano Nicolás Avellaneda, tiene justa fama el que pronunció en 1880, con motivo del centenario de Bernardino Rivadavia. Decía que el prócer “era solemne en sus maneras, majestuoso en su pensamiento, y la tristeza fue el estado habitual de su espíritu. Vivió en el poder pocos meses y en el destierro muchos años. Hizo el bien y recogió por recompensa el oprobio. Tuvo por único amor la patria y murió proscripto”.
Le parecía que su rasgo distintivo era “la grandeza moral”. Rivadavia “no descendió jamás de su pedestal altísimo, ni bajo el filo de la desgracia que exaltó su alma fuerte, ni en medio de los sarcasmos de sus contemporáneos”. Es que “poseía profundamente la conciencia de sí mismo; se sentía portador de un destino para su pueblo y su germinación trabajaba hasta sus entrañas. Tenía el pensamiento casi siempre oscuro, confuso, como el de un iniciador de ideas que sólo serán esclarecidas o completadas por el tiempo; y la expresión de su palabra, agitada e incoherente, no sigue a veces el desenvolvimiento gradual de la demostración, sino que parece marcar los contornos vagos de una visión perseguida con un supremo esfuerzo”.
Los críticos solían decir que en la frase escrita de Rivadavia “no hay luz”. Pero, entendía Avellaneda que “nosotros, los herederos de sus creaciones benefactoras, sentimos que hay en sus discursos, aún en los más oscuros, el estremecimiento profético”. Era desdeñoso del pasado, porque estaba llamado a romper tradiciones, como esos “sectarios instintivos de la ciencia nueva”. Desde Buenos Aires, “fue el discípulo de Bentham, el repetidor de Say y el admirador de Comte”. Sus ideas “eran proyecciones sobre lo venidero. Su atmósfera era la posteridad”.