Como una trágica ironía, Santiago de Liniers, acusado de traidor a España por ser francés, rindió su vida en defensa del rey de España.
Ayer se cumplieron 207 años de la trágica muerte de don Santiago de Liniers, el héroe de la Reconquista y de la Defensa de Buenos Aires. La fecha invita a revisar la vida de este infortunado personaje, que -parafraseando a Julio Cortázar– se nos aparece como “misteriosamente héroe y traidor entre la página 10 y la 12” de los manuales de historia escolar.
Consta en muchos libros su trayectoria. Francés de familia noble, nacido en Niort en 1753, ingresó muy joven en la marina y tomó parte en diversas campañas. Entró al servicio de España en 1774. Vino al Río de la Plata en 1776 y asistió a las tomas de la isla de Santa Catalina y de la Colonia del Sacramento. Regresó a Europa luego, para participar en otras empresas guerreras españolas, y retornó a esta parte del mundo en 1788. Fue gobernador de Misiones y jefe del apostadero de Buenos Aires.
Héroe en 1806 y 1807
Su figura se proyectará hacia la fama en las invasiones inglesas. Es sabido que en la primera de ellas (1806) logró rendir al ejército británico y expulsarlo de la ciudad porteña, victoria tras la cual asumió el cargo de virrey en reemplazo del desacreditado Rafael de Sobremonte. En la segunda (1807) se impuso otra vez sobre una fuerza muy superior de invasores, y España, entre otras honras, le confirió el título de Conde de Buenos Aires.
A pesar de tan señalados servicios a la corona y de la enorme popularidad que lo rodeaba, su condición de francés le complicó la vida cuando Bonaparte invadió España y puso a su hermano José en el trono. Fuertes ataques a su persona, acusándolo de ser, por francés, un enemigo encubierto, lanzaron Francisco Javier de Elío, desde Montevideo, y Martín de Álzaga, desde Buenos Aires. Finalmente, la Junta de Sevilla lo reemplazó, en 1809, por Baltasar Hidalgo de Cisneros.
Desde Córdoba
Entonces, Liniers se retiró a la vida privada. Compró al doctor Victorino Rodríguez la estancia cordobesa de Alta Gracia, y allí -para su perdición- se demoró en cumplir la disposición de Cisneros de trasladarse a España. Viajó a la ciudad de Córdoba para firmar la escritura de Alta Gracia, y allí se enteró de los sucesos del 25 de mayo de 1810 en Buenos Aires. Sin titubear, repudió ese alzamiento contra el rey de España y se dispuso a combatirlo, junto con el gobernador de Córdoba, Juan Gutiérrez de la Concha.
Casado en segundas nupcias y ya viudo, era Liniers yerno de un reconocido patriota, Martín de Sarratea. Este, enterado de su decisión, le escribió para pedirle que abandonara sus propósitos contrarrevolucionarios.
El 10 de junio de 1810, desde Córdoba, Liniers le contestó. Esa respuesta, íntegra, fue publicada recientemente (2010) en “Santiago de Liniers, Virrey del Río de la Plata, a través de su correspondencia familiar”. Es un excelente libro del general Louis du Roure, casado con una descendiente del mayor de los Liniers y propietario, por esa razón, de un valioso archivo de la correspondencia -inédita- que el reconquistador dirigió a su parentela a través de los años. La transcribe en texto bilingüe, con una novedosa iconografía que aquí aprovechamos.
Testamento político
Du Roure considera a esa respuesta como un verdadero “testamento político”. Liniers manifestaba al suegro “el sentimiento que me ha causado el verle alucinado por los falsos principios de unos hombres que, olvidando los principios más sagrados del Honor, de la Religión y de la Lealtad, se ha levantado contra el Trono, contra la Justicia y contra los altares”.
Lo ocurrido el 25 de mayo le parecía “una execrable revuelta”. Declaraba que a él, siendo “un general, un oficial que en 36 años ha acreditado fidelidad y amor al soberano”, no le era posible que “en el último tercio de mi vida, me cubriese de ignominia, quedando indiferente en una causa que es la de mi rey”. Recordaba que, cuando las invasiones inglesas, “yo era un jefe muy subalterno del virreinato”, y sin embargo, “con soldados bisoños” y contra “gigantes fuerzas”, pudo hacer “triunfar la buena causa”.
Era lo que se disponía a intentar nuevamente. Si no tenía suerte, confiaba en que Dios “proveerá a la subsistencia de mis hijos” a quienes, si su padre “no les deja caudal, les deja a lo menos un buen nombre y buenos ejemplos a imitar”.
Liniers se arma
Liniers pensó primero en una gran ofensiva militar: movilizar todas las fuerzas realistas del Virreinato para que, concentradas en el Alto Perú, marcharan sobre Buenos Aires. En ese sentido escribió al virrey Fernando de Abascal y a generales del rey como Goyeneche y Nieto: él viajaría para unírseles, con sus soldados corbobeses. Pero Gutiérrez de la Concha era de la idea de iniciar la acción resistiendo en Córdoba, y a esa tesitura se plegó Liniers.
Rápidamente formó con reclutas sus escuadrones, los armó, les proporcionó caballos y hasta aprestó varios cañones. Mientras tanto, la Junta de Buenos Aires ponía en marcha una “Expedición Auxiliar”, destinada a imponer la revolución en el interior del ex virreinato. La formaban cerca de un millar de soldados. Francisco Antonio Ortiz de Ocampo era su primer comandante, y su segundo, Antonio González Balcarce. Como delegado de la Junta iba Hipólito Vieytes, y Feliciano Chiclana como auditor de guerra.
La resistencia organizada por Liniers y el gobernador Gutiérrez de la Concha, tras el entusiasmo inicial, empezó a debilitarse. Se supo que las provincias del norte acataban a la Junta y nombraban sus diputados, como también lo hacían San Juan, San Luis, La Rioja, e inclusive Mendoza, que en un principio se había resistido.
Todo se disuelve
El Cabildo de Córdoba, antes tan dispuesto a secundar al gobernador, entró en titubeos. Sumado esto a las noticias que llegaban sobre la proximidad de la expedición, no fue raro que gran número de deserciones fuera carcomiendo a diario la fuerza que habían logrado organizar los adversarios de la revolución.
Ante ese panorama, Liniers y Concha resolvieron sacar sus soldados de Córdoba y buscar apoyo en el Alto Perú. Así, el 31 de agosto partieron con ese rumbo. Junto a la tropa cabalgaban los cabecillas: el gobernador Gutiérrez de la Concha, el obispo Rodrigo de Orellana, el doctor Victorino Rodríguez, el coronel Santiago Alejo de Allende y el funcionario Joaquín Moreno. No sabían que, por decreto del 28, la Junta había dispuesto que todos fueran fusilados donde se los encontrara.
El primer día de agosto, Córdoba acataba la Junta y designaba su diputado, y el 8 la “Expedición Auxiliar” entraba en la ciudad. Mientras, la fuerza de Liniers, kilómetros al norte, se seguía disolviendo por las deserciones, hasta que sólo quedaron los jefes. Pronto se enteraron de que Balcarce los venía persiguiendo, con unos 75 soldados divididos en partidas.
Prisioneros
Entonces, abandonaron los carruajes y subieron a los caballos para escapar más rápido. Se separaron: Liniers, con dos acompañantes, rumbeó hacia las sierras. Sería capturado cerca de El Chañar, el 4 de agosto. Poco después, corría la misma suerte Orellana, ocho leguas más allá. En cuanto a Gutiérrez de la Concha, Rodríguez, Allende y Moreno, fueron alcanzados y tomados presos en la travesía de Ambargasta. Todos serían llevados al campamento de Balcarce.
Pero los jefes Ortiz de Ocampo y Balcarce no se atrevieron a ejecutarlos. Se había levantado una enorme protesta en Córdoba, por tratarse de personajes muy expectables y muy emparentados. Ocampo resolvió entonces mandar los prisioneros a Buenos Aires. El secretario de la Junta, Mariano Moreno, escribió furioso a Feliciano Chiclana: “Pillaron nuestros hombres a los malvados, pero respetaron sus galones y, cagándose en nuestra orden, nos los remiten presos a esta ciudad”. La Junta mandó al vocal Juan José Castelli para que hiciera cumplir la sentencia sin dilaciones.
Castelli al mando
Próximos al paraje de Cabeza del Tigre, los soldados y sus prisioneros se encontraron con el teniente coronel Juan Ramón Balcarce -hermano de Antonio- quien dispuso que los presos dejaran criados y equipajes y se dirigiesen al bosque cercano, llamado Monte de los Papagayos.
Sorprendido por esta medida, Liniers preguntó: “¿Qué es esto, Balcarce?”, a lo que Balcarce respondió: “No sé, otro es el que manda”. En un claro del bosque, se encontraron con el doctor Castelli al frente de una compañía de Húsares, ya formada y con las armas en la mano.
El vocal de la Junta hizo bajar a los presos, les leyó la sentencia y les informó que tenían cuatro horas para prepararse. Viendo que las reclamaciones eran inútiles, Liniers y Allende se confesaron con el Obispo Orellana, a quien su condición de sacerdote lo libraba de la pena. Concha, Moreno y Rodríguez se confesaron con el capellán Jiménez. Cuando estaba por cumplirse el plazo, el obispo intentó una última gestión ante Castelli. Fríamente, el vocal le ordenó que se retirase.
El fusilamiento
Es una pieza clásica la narración de Paul Groussac. A las dos y media de la tarde del 26 de agosto, “en un descampado del monte, los reos fueron puestos en línea, a cierta distancia uno del otro, al frente de la tropa formada. Después de vendarles los ojos, los piquetes de ejecución se adelantaron a cuatro pasos, teniendo cada cual su blanco humano. En el universal silencio de aquella soledad, percibíanse algunos respiros angustiosos”.
“Al levantarse la espada de Balcarce, todos los fusiles se bajaron, apuntando al pecho: hubo dos terribles segundos de espera para asegurar el tiro, y luego, al grito de ‘¡fuego!’, un solo trueno sacudió el bosque y los cinco cuerpos rodaron por el suelo. Algunas aves huyeron de los árboles y fue el único estremecimiento de la naturaleza impasible por la muerte de los que habían mandado provincias y conducido ejércitos. Fueron rematados individualmente los que se retorcían aún en horribles convulsiones, y se dice que a French, soldado de la Reconquista, le tocó descargar su pistola en la cabeza del Reconquistador”.
Se había consumado la dramática ironía. El tildado de francés y traidor a España por Álzaga y por Elío, terminaba rindiendo su vida en defensa del rey de España.