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TRAJES DE TERCIOPELO. Vestimenta común en los niños de la clase dirigente, se usaba desde la segunda mitad del siglo XIX, como muestra esta foto. LA GACETA / ARCHIVO

En el recuerdo de Rodolfo Aráoz Alfaro.


“Como la ‘madeleine’ de Proust, nada me permite evocar mi infancia tanto como el gusto perfumado que tenía el algodón comestible, que por primera vez se conoció en Buenos Aires en la Exposición Ferroviaria del Centenario”, escribe Rodolfo Aráoz Alfaro (1901-1968) sobre su infancia en Tucumán. Son párrafos de su libro “El recuerdo y las cárceles (memorias amables)”, de 1968, que prologó Pablo Neruda.

“Cuando trato de recordar mi infancia primera, lo que mejor evoco son los olores, los gustos y las sensaciones táctiles. El olor, agrio y fresco a la vez, que tenía en la barba el padre blanco, un misionero que mi madre ayudaba y que me sentaba en sus faldas. El gusto áspero del revoque del balcón de la pieza de mis padres y que yo hurgaba, arrancaba y comía con deleite y a escondidas, porque tenía la sensación del pecado”. Como también “el olor horneado y sabroso de los pajaritos que hacía la Chita con los recortes sobrantes de las empanadas de los domingos”.

Y agregaba “la aborrecida sensación de mis trajes de terciopelo y la encantadora de las sábanas de hilo, más suaves y frescas cuanto más gastadas, hasta que se rompían. Yo era un niñito rubio de largos rulos dorados a quien vestían en los primeros años con traje de mujer, hasta que empecé a protestar por las chanzas que me hacían al pasar los muchachos del pueblo, en la calle Crisóstomo de Tucumán. Y mi hermoso sombrero de felpa negra, que me debía hacer parecer a un príncipe de Van Dyck, pero que yo odiaba pues desencadenaba también las burlas en la calle, hasta que lo tuve que esconder”.