Entusiasta testimonio de María Aliaga Rueda.
La poetisa santiagueña María Aliaga Rueda (fallecida en 1947), visitó Tucumán en 1908. En la revista “Tucumán Ilustrado” narró su excursión a caballo al cerro del Aconquija. “A cada lado de la angosta senda se levantaban tipas frondosas que sobre nuestras cabezas formaban un palio de verdor. Yo no conocía ese árbol y la secreción acuosa que derramaba me dio la impresión de un comienzo de lluvia”, contaba.
“Se conocía que estábamos en el Edén americano”. Por todas partes había flores: amapolas rojas, rosas chinas, las flores coralinas de los ceibos, las lilas de los lapachos. Era algo que la sumergía “en una apoteosis de ensueño”, y la llevaba a afirmar que “Tucumán es bellísimo”. Iban subiendo, y “a cada paso nos estorbaban el camino troncos enormes de árboles viejos, que se me antojaban gigantes dormidos. Las ‘flores del aire’ tucumanas, con sus racimos de flores doradas y su apariencia exótica, me gustaron mucho, tanto más cuanto que recién las conocía”. Iba sobre “barrancas altísimas”, desde las que podía admirar “profundos despeñaderos, grandes hondonadas que daban la sensación de vértigo”. Pensaba que “la selva tucumana es envidiable. Una gigantesca exudación de vida, maravillosamente triunfal, se dejaba sentir como una manifestación de la omnipotencia creadora”.
En torno, “cantaban los zorzales”, como si fuera “una bienvenida del bosque”. Finalmente, llegaron a la cumbre. “Desde la altura, los inmensos cañaverales en los campos bien surcados se me aparecen como gigantescos tableros de algún juego fantástico. Los blancos caseríos de la ciudad y de algunas villas daban el aspecto de inverosímiles capullos de algodón esparcidos en la llanura espaciosa. La fábrica de los ingenios y los talleres, eran como un himno al trabajo, siempre bendito por que es redención, luz y progreso”…