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EN TIEMPOS DEL CONGRESO. Casa de la familia Valderrama, ubicada en la hoy esquina San Lorenzo y Congreso, a media cuadra de la sede congresal.

Cuando los eligieron, varios congresales trataron de librarse de una dignidad llena de molestias y sacrificios.


En la actualidad, ser elegido para una banca en el Congreso Nacional, no sólo representa lo obvio: el gran honor de participar en la elaboración de las leyes, como integrante de uno de los poderes del Estado. Además, se trata de algo gratificado con una suculenta dieta y, para viajar a la sede palaciega del Congreso, están los aviones, disponibles cuando se los quiera.

Muy otro era el caso de los diputados al Congreso de las Provincias Unidas, que inició sus sesiones en Tucumán en marzo de 1816. Trasladarse hasta esa sede representaba una azarosa aventura. Si viajar desde Buenos Aires demandaba más de un mes, puede calcularse el tiempo que requería a los representantes de las demás provincias que concurrieron. Y por cierto no en veloces y confortables aviones, sino en carruajes que debían atravesar caminos infernales, durmiendo en chozas que se llamaban postas, y sometidos a la más amplia gama de adversidades: desde ataques de indios o bandoleros, hasta el cruce de ríos crecidos entre solazos y tempestades.

Además, viajes tan largos y molestos no podía repetirse.

Molestias y disgustos

El diputado que fue a San Miguel de Tucumán tuvo que quedarse allí hasta que el Congreso resolvió trasladarse. Esto le significó dejar casa y familia lejos, y alojarse -ya que no existían hoteles- en viviendas extrañas, con todas las molestias del caso.

Y, como si fuera poco, estaban los a veces muy graves disgustos y contrariedades derivados de la alta función. El trabajo de Raúl H. Castagnino, “Historias menores del pasado literario argentino” (1976), brinda interesante material sobre este punto, y lo utilizamos en abundancia para componer esta nota.

En primer lugar, rodeaba a los congresales, como se sabe, un entorno dramático. Ni bien llegado a Tucumán, en enero de 1816, el diputado por San Luis, Juan Martín de Pueyrredón escribía a su amigo Vicente Dupuy: “el país está todo dividido; el ejército casi disuelto y en extremo prostituido; la ambición se entroniza con descaro en todos los puntos; cada pueblo encierra una facción que lo domina; la ambición ciega, la codicia, la sensualidad, todas las pasiones bajas se han desencadenado”. Pensaba que era urgente una “absoluta regeneración”; pero se preguntaba: “¿y cuál es el brazo bastante robusto para depurar y arrojar la parte corrompida?”.

Dolencias alegadas

Ser elegido, para varios de los diputados, significó un desagradable problema. El doctor José Darregueyra, cuando supo que había resultado electo por Buenos Aires, invocó mañosamente su condición de nativo del Perú. Alegó que de acuerdo con el Estatuto vigente, “debía ser reputado en la clase de extranjero”, y por tanto “imposibilitado para la obtención de aquel cargo”. La renuncia fue rechazada. Entonces, pidió que se le retuviera su función de camarista en Buenos Aires, lo que se aceptó y creó precedente para casos parecidos.

Un pretexto de salud fue el de Juan José Paso, también electo diputado por Buenos Aires. Quiso zafar del cargo por “hallarse desde hace dos años resentido de una afición hidrópica”, la cual, decía, “le obligó a huir desde los intermedios de Lima, a buscar en este país un clima seco y ardiente, como su experiencia lo ha probado en los pueblos de la carrera del Perú”. La Junta Electoral no hizo lugar a la dimisión. Paso viajó a San Miguel de Tucumán, donde sería, junto con José Mariano Serrano, un muy eficaz secretario del Congreso.

Tarea “literaria”

Otro diputado por Buenos Aires, el doctor Tomás Manuel de Anchorena, renunció a la banca ni bien se la confirieron. La Junta no admitió esa negativa, por lo que Anchorena partió a Tucumán. Cuando presentó su diploma al Congreso, agregó un certificado médico del doctor Pedro Carrasco. Allí se detallaban sus dolencias y se le prescribía un método de vida “reducido principalmente a abstenerse de las contracciones de ánimo y literarias” (sea esto lo que quisiera decir). El Congreso resolvió que, a pesar de todo, se incorporara. Pero se dejó “expresa constancia en el acta”, de ese “estado doliente”.

No sólo los elegidos invocaban enfermedades. La Junta Electoral porteña nombró una comisión de notables para redactar las instrucciones que llevarían los diputados. Uno de esos notables, el doctor Julián Leyva, renunció por “la parálisis de que se halla tocada su cabeza” y que se manifestaba, según los médicos, en “el grave estrago que había causado en los sentidos del olfato, oído y vista”. Debía, entonces, “abstenerse de todo trabajo literario, que exija dilatadas meditaciones”.

Hasta anónimos

Esta recomendación médica de evitar el “trabajo literario” podría interpretarse también como un rasgo de holgazanería de Leyva. Esto porque luego dijo que, cuando los comisionados confeccionaran las instrucciones, se las pasasen “redactadas, para examinarlas y dar su dictamen, reformando o enmendando lo que según su opinión creyese conveniente”, tarea que haría “gustoso en el retiro en que se halla”.

Sobre las amarguras del cargo, Pueyrredón, al ser electo para la banca puntana, envió una larga carta a su amigo Dupuy. Le contaba que habían llegado al despacho del entonces Director Supremo, Ignacio Álvarez Thomas, dos anónimos en su contra. Añadía: “por tí y por ese Cabildo admití un cargo penoso y peligroso, y que iba a costarme algunas talegas; pero ni tú ni ese Cabildo podrán resentirse de que herida mi delicadeza, les largue la caña para que la encajen a otro”. Terminaba: “no puedo calcular los perjuicios que iba yo a sufrir con este viaje que hacía con mi mujer y familia, abandonando todos mis intereses a una ruina conocida, por una complacencia”.

Sáenz suplica

Meses después de la declaración de la Independencia, y ya mudado el Congreso a Buenos Aires, concluía el mandato de varios diputados. Uno de ellos era el doctor Antonio Sáenz. Cuando supo que existía el propósito de reelegirlo, imploró que no lo hicieran. “Ruego y suplico encarecidamente, y si es preciso lo pido en rigurosa justicia, que se sirva no prorrogarme el poder que me confirió” decía su presentación.

“Estaría por demás dilatarme en los motivos que justifican mi súplica, pues a nadie se le ocultan los disgustos y recelos en que viven los que obtienen semejantes cargas; las bárbaras calumnias y detracciones malignas con que son perseguidos de continuo, unas veces por hombres ambiciosos, otras por genios revoltosos y díscolos, y muchos por aturdidos, que sólo repiten lo que oyen”. En suma, decía, “si la diputación es un beneficio, no es justo que sólo yo lo disfrute; y si es una carga, tampoco soy el único que tengo la obligación de llevarla”.

Dietas difíciles

Las dietas de los diputados fueron otro problema. Si bien Buenos Aires propuso para sus siete congresales una asignación de 3.000 pesos anuales, más los gastos de traslado, el resto de las provincias estaba envuelto en grandes dificultades de caja. Algunas jurisdicciones -como las del Alto Perú- estaban ocupadas por el enemigo, y no podían pagar un solo peso a sus diputados. Por eso el Congreso decidió (20 de mayo de 1816) auxiliarlos con un préstamo mensual con cargo de reintegro. No faltó quien sugiriera costearlo con un impuesto, pero la comisión opinó que “el medio era violento y no adoptable en unos pueblos oprimidos con reiteradas e inevitables contribuciones, y a quienes el solo nombre de impuesto debía ser odioso y detestable”.

Un recurso curioso fue el adoptado para costear el traslado del diputado Miguel Calixto del Corro al Paraguay, como comisionado para gestionar que esa provincia enviase diputados al Congreso. Se resolvió obligar a cada comerciante español de Córdoba a prestar 400 pesos fuertes al Estado, que se les reintegrarían un año después de que el país estuviese en situación de paz.

Por debajo

El interesante trabajo de Castagnino reflexiona sobre la realidad de aquel Congreso de 1816. “Debajo de la superficie tersa de los recuerdos alisados por la historia escolar, cuántos entretelones, cuántas intrigas, cuántos inconvenientes, obstáculos y tropiezos, cuánto peligro”. Si el enemigo declarado era el realista, estaban también “la artera obstrucción provenida de un amigo ambicioso”, o “los impedimentos interesados del caudillaje” o “la incomprensión de miras y objetivos convenientes a los supremos intereses de la Nación”.